20 de abril de 2013

EL DÍA QUE LA REAL SOCIEDAD TOCÓ EL CIELO CON LAS MANOS



Hace treinta años, la Real Sociedad era el vigente Campeón de Liga. Bicampeón de Liga, para ser más exactos. En las temporadas 1980/81 y 1981/82, había conseguido alzarse con el Título, destronando al Real Madrid, que había conquistado las tres anteriores ediciones.

Real Sociedad 1980/81
La Real, con Alberto Ormaechea al frente, tenía un equipazo.  Casi con toda seguridad el mejor equipo de la Liga española de la época. Prácticamente la totalidad de su equipo titular estaba compuesto por internacionales, que habían participado, o aún lo hacían, con la selección española, disputando el Mundial de Argentina en 1978, la Eurocopa de Italia en 1980 o los partidos de preparación para el Mundial de España en 1982. Arconada, Celayeta, Perico Alonso, Zamora, Satrústegui o López Ufarte fueron fijos en las convocatorias de Ladislao Kubala primero, y José Emilio Santamaría después. Formaban la columna vertebral de la Real Sociedad bicampeona a principios de los ochenta, y eran parte importante del combinado nacional.

En 1981, la Real se hizo con el Título de Liga en la última jornada, en aquel inolvidable partido en El Molinón, donde Jesús Mari Zamora hizo el 2-2 ante el Sporting en el minuto 89, arrebatándole la Liga al Madrid, que había ganado en Zorrilla 1-3 al Valladolid, y festejaba ya el campeonato sobre el césped pucelano. Quedaron empatados a 45 puntos, en una época en que la victoria computaba dos puntos, y no tres como ahora. La Primera División estaba compuesta por dieciocho equipos, en lugar de los veinte actuales. Eran cuatro partidos menos.

Real Sociedad - Athletic 1981/82
Al año siguiente, prácticamente con la misma plantilla, los donostiarras repetirían Título. De nuevo, en la última jornada, volvían a depender de sí mismos. Recibían en Atocha al Athletic de Bilbao, cuarto clasificado. En segunda posición perseguía a los txuri urdin el Barcelona, a dos puntos de distancia, los que se había dejado en el Santiago Bernabéu la semana anterior, perdiendo 3-1 contra el Real Madrid. La Real había empatado a cero en Pamplona, y con ese punto conseguía romper el empate con el que vascos y catalanes compartían el liderato hasta esa semana. Así que, con un punto de ventaja, la Real Sociedad se jugaba ante el Athletic, en la última jornada, y ante su parroquia, ser Campeón de Liga por segundo año consecutivo. El Barcelona, que no lo era desde 1974, ansiaba hacerse con el trofeo, pero para ello debía ganar al Betis en el Camp Nou, y esperar el tropiezo de la Real. Y no sucedió ni lo uno ni lo otro. El equipo donostiarra se deshizo del bilbaíno con relativa facilidad, 2-1, y el Barcelona, después de llegar al descanso 2-0, fue incapaz de evitar dos goles del Betis (el 2-2 de un madridista reconocido, Poli Rincón), dejando la Liga en bandeja a la Real Sociedad.

Real Sociedad 1981/82
Pero mientras todo eso sucedía en el campeonato doméstico, la Real debutaba en la Copa de Europa de Campeones de Liga. Antes había jugado cuatro ediciones de la Copa de la UEFA (1974/75, 1975/76, 1979/80 y 1980/81), en las que su mejor clasificación la había obtenido en esa última, cayendo en los octavos de final ante el Lokeren belga. Su participación en la máxima competición continental, en la siguiente temporada, fue efímera. En la primera ronda, dieciseisavos de final, le tocó en suerte el CSKA de Sofía búlgaro. Un rival no excesivamente complicado, al que sin embargo le bastó un gol de Ionchev en el último minuto del partido de ida, jugado en el Vasil Levski, para eliminar al Campeón español. El partido de vuelta en Atocha terminó con el 0-0 inicial, y la Real Sociedad dio así por terminada su actuación en la Copa de Europa por ese año.

Hasta que, justo un año después, volvía a la escena continental, después de hacerse con su segunda Liga consecutiva. El rival en primera ronda era el Vikingur islandés. Era un equipo modesto, de una Liga de muy escaso nivel, pero, con la experiencia del año anterior, no había lugar para la relajación. En el partido de ida, jugado en Reykjavik, la Real consiguió un buen resultado, 0-1, con gol de Satrústegui. En la vuelta en Atocha, de nuevo Satrústegui, y Uralde, por dos veces, dieron el pase a octavos, en un partido que acabó 3-2 para los donostiarras.

En octavos esperaba el Campeón escocés, el Celtic de Glasgow. La ida se jugó en San Sebastián, y la Real se impuso 2-0, con goles de, cómo no, Satrústegui y Uralde. En Celtic Park, dos semanas después, la Real se adelantó de nuevo por mediación de Peio Uralde, pero McLeod igualó antes del descanso. Un hombre destacó por encima de todos para mantener el resultado en tablas hasta casi el final del partido. Luis Miguel Arconada firmó en Glasgow una actuación memorable, evitando varios goles del equipo escocés. Sólo McLeod de nuevo, ya en el minuto ochenta y nueve, consiguió batir a Arconada, pero para entonces la eliminatoria estaba ya decidida. Nuevo paso al frente. Clasificada para cuartos de final, la Real Sociedad había conseguido ya su mejor clasificación en competiciones europeas.

Y en esa eliminatoria, tocó en suerte el Sporting de Lisboa, que tenía a Oliveira y Jordao como hombres más destacados, y que el año anterior había conseguido imponerse a los dos grandes de Portugal, el Benfica y el Oporto, en la Liga lusa. En el bombo había equipos como el Dinamo de Kiev, la Juventus, el Liverpool, el Hamburgo o el Aston Villa, pero, de todos los rivales fuertes, el Sporting de Lisboa parecía el menos. En el José Alvalade, el Sporting se impuso por 1-0, con un gol en el minuto 89 de Manuel Fernandes. La eliminatoria, pese al resultado, seguía totalmente abierta, pues había que jugar la vuelta en Atocha, un campo que invitaba al optimismo. Abarrotado y entregado, el estadio donostiarra llevó en volandas a su equipo. Juanan Larrañaga hizo el 1-0 en la primera parte, y el jovencísimo José Mari Bakero, a falta de veinte minutos para el final, hizo el 2-0 que eliminaba a los portugueses, y ponía a la Real Sociedad en las semifinales de la Copa de Europa.

Hrubesch y Arconada, Capitanes
Sólo quedaban tres equipos, además de la Real. Hamburgo, Campeón alemán, Subcampeón de la Copa de la UEFA el año anterior y Campeón de la Recopa de Europa en 1977. Juventus de Turin, Campeón italiano en siete de los últimos diez años, y Campeón de la Copa de la UEFA en 1977, contra el Athletic de Bilbao. Y por último, el Widzew Lodz, Campeón polaco en las dos últimas temporadas, aparentemente el rival más asequible, pero que venía de eliminar en cuartos de final al Liverpool, tres veces Campeón de Europa en las cinco últimas ediciones. No había pues rivales favoritos, ni mucho menos fáciles. Tocó el Hamburgo, que tenía hombres como Stein en la portería, Félix Magath  como organizador en el medio campo, y Horst Hrubesch, un delantero imponente, titular y hombre destacado de la selección alemana Subcampeona del mundo un año antes en el Mundial de España. El mismo que, tres años antes, dio con dos goles a Alemania la Eurocopa de Italia 1980, en la final contra Bélgica.

El partido de ida fue en Atocha. De nuevo, el vetusto coliseo donostiarra reventó. Se llenó hasta la bandera de aficionados txuri urdin que querían dar el último aliento a su equipo, en el partido que a la postre sería, con el paso de los años, el último de Copa de Europa que vio el viejo campo. Pero un equipo alemán siempre es un equipo alemán. Y la presión del público no hizo mella en el cuadro hamburgués, que en el minuto 56 se adelantaba por medio de Rolff, que batía a Arconada de un cabezazo inalcanzable. A falta de un cuarto de hora para el final, Agustín Gajate, aquel corajudo central, pareja tantos años de Alberto Górriz, aprovechaba un rechace dentro del área tras el saque de un córner para batir a Stein, y dejar la eliminatoria abierta para el partido de vuelta.

Diego, Larrañaga y Bakero celebran el gol del empate
En el Volkspark Stadion de Hamburgo, el 20 de Abril de 1983, la Real Sociedad tocó el cielo con la punta de los dedos. Durante más de una hora, el equipo blanquiazul soñó con la Final de la Copa de Europa. Juanan Larrañaga pudo hacer el 0-1. Pero fue Jakobs quien, cabeceando un córner, puso la eliminatoria en ventaja para el Hamburgo. Jarro de agua muy fría, helada, para la Real Sociedad, que, sin embargo, estaba dispuesta a vender cara su derrota. Después de eliminar a Vikingur, Celtic de Glasgow y Sporting de Lisboa, Hamburgo era la última estación antes de la gran Final de Atenas. Sólo quedaba la heroica, y la Real, con un equipo hecho con gente exclusivamente de casa, y con un estadio como Atocha, donde todo olía a fútbol del de verdad, del auténtico, no podía dejar pasar la oportunidad de mostrar su lado más épico. Había ganado sus dos únicas Ligas en la última jornada del campeonato, sufriendo, casi pidiendo la hora. Lo de Hamburgo era un episodio más en la ascensión de un equipo acostumbrado a sudar y sangrar cada éxito que obtenía.

Y lo hizo. Hizo lo más difícil. Igualó la eliminatoria. Arconada sacó en largo. José Mari Bakero bajó la pelota pegado a la banda derecha, y metió un pase a la frontal del área, donde apareció Diego Álvarez, un gallego de Monforte de Lemos, que cumplía su novena temporada en San Sebastián. Diego controló, avanzó unos metros y soltó un derechazo con toda la fuerza y la convicción sumada de los miles de aficionados de la Real que, en tensión, aguantaron la respiración hasta que el balón rebasó a Stein y estalló contra la red de la portería alemana. El estallido fue también de voz, y de emoción. Lo más difícil, igualar una eliminatoria en suelo teutón, se había conseguido. Quedaban diez minutos para el final, y era el momento de mantener la calma y, por qué no, encomendarse a toda la suerte que hasta ese día no había sido necesaria en toda la competición.

Pero el fútbol es caprichoso, a veces injusto, y muchas veces cruel. Es difícil, y más aún en eliminatorias europeas, saber qué va a ocurrir en la siguiente jugada. Ya son muchos los casos que hemos vivido, alguno de ellos muy reciente, como el del Málaga en Dortmund hace apenas diez días. Y, como en la derrota de los andaluces contra el Borussia, la Real Sociedad sufrió también en Hamburgo la impotencia que genera perder algo tan importante por un error arbitral. Sucedió sólo cuatro minutos después del gol de Diego. El Hamburgo sacó un córner, prácticamente calcado al del 1-0. El balón esta vez fue despejado por la defensa donostiarra, pero el rechace lo recogió Magath en la frontal del área. Su disparo tropezó en Jakobs, y la pelota le cayó franca a Thomas Von Heesen que, sólo ante Arconada, a cinco metros de la portería, sólo tuvo que fusilar a placer. Resultó que el delantero alemán (y también otro jugador del Hamburgo) estaba en posición de fuera de juego en el momento en que Félix Magath disparó a puerta. Todos los jugadores de la Real lo vieron, y también los del Hamburgo, porque unos y otros se quedaron mirando al árbitro, el suizo Bruno Galler, esperando su decisión. Y su decisión fue conceder el gol, a instancias de uno de sus jueces de línea que era… alemán. Uno de los líneas de Galler se había lesionado, y, en el descanso del partido, tuvo que ser sustituido. Hace treinta años, los árbitros viajaban por Europa con la única compañía de sus dos jueces de línea, no como actualmente, que el equipo arbitral está compuesto por seis personas. Así pues, ante la lesión del linier suizo, fue un alemán, de Hamburgo para más señas, quien se hizo cargo del banderín durante el segundo tiempo. Hoy en día, un episodio así sería impensable, pero hace treinta años esas cosas sucedían con frecuencia. El Hamburgo terminaría ganando aquella edición de la Copa de Europa, con un gol de Magath en la Final disputada en Atenas contra la Juventus de Turín.

Estadio de Atocha
En cualquier caso, y a pesar de que la Real Sociedad quedó eliminada con aquel gol, y no pudo acceder a la Final de la Copa de Europa, el recuerdo de su participación quedó grabado para siempre en la memoria colectiva txuri urdin. Aquel equipo, aunque fue perdiendo protagonismo y efectivos con el paso de las temporadas, se proclamaría Campeón de la Copa del Rey en 1987, y Sucampeón en 1988, y firmaría una participación memorable en la Copa de la UEFA 1988/89, en la que eliminaría al Dukla de Praga, Sporting de Lisboa (de nuevo) y Colonia, cayendo en cuartos de final frente a, otra vez, un equipo alemán, el Stuttgart, en la tanda de penaltis. En Alemania, el Stuttgart ganó 1-0. En la vuelta, Zamora igualó la eliminatoria, pero la Real no pudo evitar llegar a los penaltis, donde Arconada, en su último partido europeo, no pudo ser el héroe de tantas ocasiones. Fue también el último partido europeo de una generación inolvidable, y en un campo inolvidable, Atocha, que durante dos décadas mostró orgulloso al viejo continente todo su esplendor y su encanto.

10 de abril de 2013

10 DE ABRIL DE 1988. HUGO SÁNCHEZ Y UN PEDACITO DE HISTORIA

Hoy, hace un cuarto de siglo, era Domingo. Y aquel Domingo mi equipo, el Real Madrid, jugaba un partido de Liga en su estadio, contra el equipo de mi tierra, el Club Deportivo Logroñés, que completaba la temporada de su estreno en Primera División. No era la primera visita del Logroñés al Santiago Bernabéu, pues ocho años antes le había disputado al Real Madrid los octavos de final de la Copa del Rey. Habían ganado los blancos en Las Gaunas, en la ida, por 2-3, y volvieron a hacerlo en Chamartín, dos semanas después, por 2-0. Era el Logroñés de los Pita, Torres, Sanz, Viguera, Eraso… y ya por entonces Lotina, que también formaba parte de la plantilla del cuadro riojano ocho años después en Primera, aunque, cosas del destino, nunca llegó a debutar en la máxima categoría con el club del que es santo, seña, y parte imprescindible de su Historia. “Loti” hizo dos goles en Las Gaunas aquel 27 de Febrero de 1980, aunque otros dos de Poli Rincón y uno de Laurie Cunningham habían dejado un marcador muy favorable para el Madrid de cara al partido de vuelta, que resolvió con un gol de Santillana y otro de Juanito.

De la eliminatoria copera apenas quedaban sobrevivientes en uno y otro bando ocho años después. En el Madrid, resistían José Antonio Camacho y Carlos Santillana, en el ocaso de sus carreras. El primero, aún seguía siendo pieza importante en la zaga blanca que completaba junto a Chendo, Tendillo y Sanchís, aunque esa sería su penúltima temporada en el equipo. Santillana, por su parte, había decidido colgar las botas al final de ese ejercicio 1987/88, después de diecisiete años en el Bernabéu.  En el Logroñés sólo quedaba, después de ocho campañas, el incombustible Lotina, al que con treinta y un años aún se le auguraban varios más en la élite, pero que, debido a que no contó con ninguna confianza por parte de Chuchi Aranguren, que no le dio un minuto en toda la temporada, decidió seguir los pasos de Charli Santillana, y retirarse como futbolista ese mismo año. Triste despedida para un icono del club, que no tuvo la ocasión de decir adiós a su parroquia vestido de corto.

Gol de Linskens en el Bernabéu
Venía el Madrid de complicarse la vida en la ida de semifinales en el Bernabéu, contra el PSV Eindhoven. Un empate a un gol, en un partido muy gris, que dejaba todo abierto para la vuelta en Holanda. Hugo Sánchez había hecho el 1-0 de penalti, nada más empezar el partido. Pero un tal Edward Linskens, cuya gloria empezó y terminó aquella misma tarde, y del que poco más se supo después, pasó a la Historia del club de la multinacional electrónica (PSV es Philips Sport Vereniging, o sea, Asociación Deportiva Philips) al hacer un gol inverosímil, de esos que cuesta creer que terminen subiendo al marcador, no por su belleza ni su potencia, sino por lo extraño y estrambótico de su consecución. Paco Buyo, otro de mis ídolos, contribuyó al momento de inmortalidad de Linskens, haciendo lo más difícil, que era levantar las piernas cuando el balón venía directamente a ellas, a una velocidad no mayor que la que hubiese podido imprimirle un niño de diez años. El resto de la película fue simple y dolorosa. Tan simple, que no hubo más goles ni en ese partido ni en el de vuelta jugado en el Philips Stadion de Eindhoven. Y tan dolorosa, que el mejor Madrid de las dos últimas décadas se quedaba fuera de la final de la Copa de Europa. Ocuparía su lugar un equipo, el holandés, que terminaría ganando la competición, con otro 0-0 contra el Benfica. Los penaltis le darían su primer y hasta ahora único máximo trofeo europeo. Su entrenador era Guus Hiddink, que diez años después dirigiría al Madrid, y sus principales figuras Van Breukelen,  Gerets, Koeman, Lerby, Vanenburg o Wim Kieft. Pero lo de Eindhoven sucedió el 20 de Abril, diez días después del partido contra el Logroñés.

10 de Abril de 1988, Estadio Santiago Bernabéu. Cinco de la tarde, hora taurina y, durante muchísimos años, también futbolera. Porque antes, cuando no había televisiones de pago, la jornada de Primera se jugaba, mayormente, el Domingo a las cinco de la tarde. A excepción del partido que TVE emitía los Sábados, a las ocho de la tarde, y de los que pudiesen adelantarse a ese mismo día por estar implicados equipos participantes en competiciones europeas. No había partidos a las siete, a las nueve, ni por supuesto a las diez de la noche, ni el Sábado, ni el Domingo. Plantearse lo de jugar un partido el Lunes hubiese sido más una cosa de locos, o de ciencia ficción. O de ambas. En ese sentido, aquel tiempo pasado sí fue mejor. Hoy mandan las televisiones, o sea, el dinero, como todo en la vida, y así nos tienen.

Saltaba el líder, el Madrid, al césped del Bernabéu con la idea de sumar dos puntos más que le acercasen a su tercer título de Liga consecutivo. Quedaban seis partidos por jugarse, y la Real Sociedad, segunda clasificada, marchaba a ocho puntos. Qué gran equipo aquel dirigido por Toshack, con Arconada, López Rekarte, Larrañaga, Bakero, Txiki, Górriz, Zamora, Loren… Subcampeón de Liga y Copa. A trece estaba ya el Atlético, tercero, y para ver cómo ha cambiado el cuento, sólo reseñar que el Barcelona era noveno, a veintidós puntos del Real Madrid, mucho más cerca del descenso a Segunda, a sólo seis puntos. Por entonces, la victoria otorgaba dos puntos, no tres como ahora. El Logroñés estaba en decimosexta posición, dos por encima del descenso, con veintiséis puntos, justo la mitad de los de su rival de aquella tarde.

El partido hubiese sido uno más de los muchos que Real Madrid y Logroñés han jugado a lo largo de sus años en Primera División. Ganó el Madrid, como cabía esperar antes del pitido inicial, lo que tampoco hizo el choque nada diferente a casi todos los que enfrentaron a blancos y blanquirrojos en Chamartín. El Logroñés sólo consiguió tres empates en sus diez visitas al Bernabéu, nueve en Liga y una en Copa. Hubiese sido, en definitiva, un partido más, dos puntos más para el Madrid en su carrera por el título, y una semana de sufrimiento menos para el Logroñés, boqueando con esfuerzo para respirar en las peligrosas aguas del descenso. Pero en el minuto nueve sucedió algo que cambió para siempre el empaque de este partido, y le dio el lustre de la Historia, la pincelada que lo distinguió como uno de los momentos más memorables que ha vivido el Estadio Santiago Bernabéu, y eso, con la perspectiva que dan 66 años de fútbol del más alto nivel entre esas cuatro paredes es decir, no mucho. Muchísimo.

Era la primera parte, y el Madrid atacaba la portería del fondo norte, como manda la tradición. El Santiago Bernabéu aún no había experimentado su gran cambio de principios de los 90, y el segundo anfiteatro sujetaba la techumbre instalada seis años atrás, con motivo de la celebración del Mundial de 1982. El sol todavía se colaba por encima de la visera de la tribuna de Preferencia, y bañaba prácticamente todo el verde tapete del terreno de juego. La remodelación posterior del estadio, con dos nuevos anfiteatros sobre el ya existente, a su vez por encima de la grada baja, y los casi cincuenta metros de altura que finalmente alcanzó el techo del coliseo, hacen hoy imposible una visión como aquella, y existen zonas del césped que apenas ven la luz solar.

Momento en que Hugo Sánchez remata a gol
Rafa Martín Vázquez había recibido el balón pegadito a la cal de la banda izquierda. Rodeado por dos contrarios, decidió colgar el balón al área donde, estaba seguro, rondaba ya Hugo preparando el peligro. Y allí estaba, claro. También Butragueño. Y Sanchís, que por aquella época, con un mediocampista más defensivo como el “Soso” Gallego cubriéndole las espaldas, se dejaba ver más en el área rival. Pero Emilio y Manolo vieron pasar el balón por encima de sus cabezas. Hugo, listo como no ha habido otro en ese tipo de acciones de despiste, se había llevado a su marcador hasta casi meterle debajo del larguero con el portero Pérez. Pero en el último instante, reculó dos pasitos hacia atrás, suficientes para jugar el balón sin oponente, aunque no tanto para controlarlo o intentar un remate de cara a la portería. Así que tiró de recurso, el más habitual en él, el que dominó y ejecutó más y mejor que nadie, la chilena, y dejó para siempre una de las estampas más bonitas que se han dibujado jamás sobre un campo de fútbol. Todo sucedió así de rápido, y, aparentemente, así de fácil. Una acción de apenas cinco segundos, que permanecerá toda la eternidad en la memoria de quienes tuvimos la suerte de vivirlo en directo. Mi suerte fue radiofónica. En mis tardes de niñez, los Domingos por la tarde, la radio era mi mejor amiga, y a través de ella “veía”, o imaginaba, que es mejor aún, lo que pasaba en diez campos de Primera, y otros tantos de Segunda. Por supuesto, aquella noche esperé impaciente a que empezase el tiempo de deportes en el Telediario, y después el Estudio Estadio de la noche, pues a presenciar con mis ojos tal gesta incomparable, semejante monumento al gol, según nos había narrado Gaspar Rosety desde el “SuperGarcía” de Antena 3 Radio, no podía esperar más que lo estrictamente obligatorio. Los días siguientes fueron un sin parar de elogios al mexicano, por parte de sus compañeros, y también de sus rivales.

No fue un gol más de Hugo Sánchez. Fue “EL GOL” de Hugo Sánchez. Un hombre que los metió de todos los colores y posturas. Goles que dieron títulos, y otros que, como el que hizo esa tarde contra el Logroñés, pasaron al Salón de la Fama no por su trascendencia, sino por hacer sentir a los aficionados que el coste de la entrada que habían pagado, estaba ya amortizado a los diez minutos de partido. Ha habido goles increíbles en la Historia del fútbol español, y más aún en la del fútbol mundial. Muchísimos han sido más decisivos que el de Hugo, y muchísimos también de una belleza comparable, o superior. Pero el de Hugo siempre será inolvidable para los madridistas, también por haberlo hecho un futbolista excepcional, muy querido por la afición blanca en sus siete años en Chamartín.

Hugo Sánchez, independientemente de su carisma o su falta de ello dentro y fuera de los muros del Bernabéu (terminó sus días en el Real Madrid de manera muy polémica, enfrentado a Ramón Mendoza, el Presidente, a Leo Beenhakker, entrenador, y a buena parte de la plantilla de futbolistas, y fuera de su equipo nunca cosechó demasiadas simpatías), fue un delantero centro excepcional, para mí el mejor delantero centro que he visto en mi vida. No era veloz. No era potente. Apenas regateaba. Era zurdo. Pero no cerrado, cerradísimo. La pierna derecha la utilizaba sobre todo para sujetarse en pie. ¿Y entonces, qué tenía? Tenía gol. Hugo Sánchez era el gol. Tenía una inteligencia táctica inigualable, que le hacía estar siempre en el lugar y el momento adecuado. El don de la oportunidad. Cualquier balón que quedaba suelto dentro del área era gol si Hugo estaba por allí cerca. Y solía estar cerca, muy cerca. Sus movimientos de desmarque y de arrastre de toda una defensa sentaron cátedra. Hugo era capaz de abrir un pasillo entre cuatro rivales, sólo haciendo movimientos zigzagueantes, por el que entraba cualquiera de sus compañeros con pase libre hasta la portería. Otras muchas veces, como contra el Logroñés, se fabricaba él mismo el espacio suficiente para culminar en gol cualquier jugada de ataque de su equipo. Y tenía remate. Remataba de cabeza, remataba con el pie, sobre todo con el izquierdo, remataba con el muslo, con el tacón, con la cadera… y hasta con el pecho. Precisamente al Logroñés, en Las Gaunas, le hizo un gol con el pecho. Y no fue el único que marcó en su carrera de esa manera. En la temporada 1989/90 consiguió 38 goles, igualando el récord del mítico Zarra, que fue superado el año pasado por Leo Messi. El mérito de Hugo fue hacer esos 38 goles al primer toque. Puro remate.

Ha habido grandísimos delanteros en la Liga española. Podríamos pasar horas mencionándolos, de todos los tamaños, colores, y en todos los equipos. Hoy en día disfrutamos de dos monstruos, dos de los mejores futbolistas que jamás han jugado en nuestro país, que rompen registros goleadores cada semana. Messi y Ronaldo. Son diferentes entre sí, y también lo son con respecto a Hugo Sánchez. Messi es la magia, la habilidad, la técnica… Cristiano es técnica también, pero sobre todo potencia y velocidad. Hugo no fue excesivamente técnico, ni tampoco excesivamente potente ni veloz. Pero se hinchó a meter goles, aprovechando al máximo sus cualidades, en un fútbol también, por qué no decirlo, más difícil e igualado. Las diferencias entre los equipos de hace veinticinco años eran mínimas si las comparamos a las existentes hoy entre Barcelona, Real Madrid y el resto de los equipos. Los campos de fútbol no estaban tan cuidados como lo están en la actualidad, y la técnica no desequilibraba tanto como ahora. Eran otros tiempos, otros métodos de trabajo, y otras condiciones. Era otro fútbol, y no es comparable. Por eso para mí, por muchos y geniales delanteros que he visto desfilar por nuestros campos, a los que hay que reconocerles también todo su mérito, el delantero centro será siempre Hugo Sánchez. Además, era el delantero de mi equipo, y sus goles los viví de una manera muy especial.

3 de junio de 2012

NACHO FERNÁNDEZ, UNA LEYENDA


Para el mundo del fútbol en general es Nacho Fernández. Para mí, es simplemente Nachín. Del mismo modo que, casi desde el principio, él empezó cuando entré en el vestuario de la Unión Deportiva Logroñés a dirigirse a mí con ese cariñoso diminutivo tan típicamente asturiano, yo terminé también por llamarle siempre utilizando esa misma manera. Habrá quien piense que el titular de la entrada es exagerado. Para mí no lo es. Nacho Fernández es una Leyenda, al menos lo que yo entiendo por Leyenda dentro del fútbol. Inigualable. Según algunos medios de comunicación, ayer anunció su intención de abandonar la U.D. Logroñés para centrarse en sus estudios y su vida personal. Si es así, es una noticia que me apena por lo que yo pierdo, pero que por otro lado me llena de ilusión por la nueva etapa que él va a dar comienzo. Como todo en la vida, me quedo con lo mejor de cada experiencia, y la de haber conocido y convivido con alguien como Nacho sólo tiene cosas positivas. Todo ha sido aprendizaje a su lado, de fútbol y de vida. Alguien de quien cada día extraes algo que te sirve, algo que aumenta tus cualidades como persona.

Llevo muy poco tiempo en el fútbol profesional, pero estoy seguro de que, por muchos años que me quede en esto, no serán demasiadas las personas que encontraré con la calidad humana y profesional de Nachín. Tío de pocas palabras, pero siempre muy justas y adecuadas. De pocos gestos y aspavientos, pero siempre convincentes y en el momento oportuno. Jugador con unos recursos futbolísticos aceptables, sin grandes alardes, pero siempre puestos al servicio del equipo, sin reservas. No es hablador, pero habla con una inteligencia abrumadora cada vez que tiene que decir algo. No le gusta hacerse ver ni ser el centro de atención de nadie, pero escenifica su capacidad de liderazgo y su buen hacer dentro y fuera del campo cuando sus compañeros más lo necesitan. No es el más técnico, ni el más rápido, ni siquiera es el más fuerte del equipo, pero no reserva jamás una micra de esfuerzo, ni una gota de sudor, cuando se trata de poner todas sus capacidades futbolísticas al servicio de los demás.

Hay una frase del pensador chino Confucio que dice: “El ir un poco lejos es tan malo como no ir todo lo necesario”, que podría resumir a grandes rasgos la filosofía de Nacho Fernández. Así es Nachín, una persona que hace del equilibrio sobre todas las cosas su manera de vivir la vida. Todo en su justa medida, y siempre cumpliendo de sobra con lo que se le requiere a una persona y a un futbolista.

Nos conocimos el año pasado, cuando en los últimos partidos de la temporada 2010/2011 hice las funciones de Delegado de Campo en Las Gaunas. Pese a no haber hablado prácticamente nunca, Nacho (entonces aún no era Nachín) fue uno de los jugadores de la U.D. Logroñés que siempre, cuando llegaba al campo, venía a saludarme, estrechar mi mano, y preguntarme por cómo estaban las cosas, las mías y las del partido. En esos pequeños detalles vas conociendo poco a poco a las personas, y te vas dando cuenta de que hay gente con la que puedes ir al fin del mundo, porque en cualquier sitio te harán sentir a gusto con su compañía.

Este año tuve la suerte de entrar en el vestuario del primer equipo, como “utillero”, y conocer un grupo humano increíble, que me ha servido para crecer como persona, viviendo experiencias inolvidables, pequeños momentos y gestos que me han llenado interiormente y me han enseñado uno de los lados más enriquecedores de la vida. El lado del compañerismo, la solidaridad, y sobre todo el cariño y el calor humano. Sin excepción, los veinte jugadores y media docena de técnicos con los que he tenido el lujo de vivir la temporada, han sido inmejorables compañeros de viaje, y a todos les debo su parte invariable de aquello que disfruté. Y por supuesto, a Nachín, no sé exactamente si por encima del resto porque para mí todos están al mismo nivel, pero sí en un lugar muy destacado. Educado, comedido, siempre dispuesto a ayudar, siempre con una sonrisa en sus labios. Nunca un mal gesto, nunca una palabra más alta que otra, nunca nada, absolutamente nada, que poderle reprochar. No es casualidad que, en toda su carrera profesional, Nacho sólo haya conocido cuatro clubes diferentes. Alavés, Racing de Ferrol, Ponferradina y Unión Deportiva Logroñés. En todos los sitios en los que estuvo ha dejado su huella.

Recibiendo el premio al Mejor Jugador de la 2010/2011 para la afición
Su abrazo antes de cada partido, casi en el túnel de vestuarios, que creo que he mencionado alguna vez en alguna entrada de este blog, era uno de los gestos que yo más esperaba cada Domingo. Recibir el abrazo de Nachín era recibir el abrazo de la vida, el abrazo de una persona que lo pone todo en cada cosa que hace, algo que te motiva y te hace sentir útil en lo que estás haciendo.

Nacho jugó su último partido en Aranda de Duero, el pasado día 5 de Abril. En una jugada nada más empezar la segunda parte, con el campo embarrado y pesadísimo, se rompió en un salto al ir a despejar un centro al área. Nada más caer supo lo que había pasado, y pocos segundos después fue completamente consciente de la gravedad de la lesión. 

No quiso que la camilla entrase al campo para retirarle a los vestuarios, hasta en eso es enorme Nacho. Supo que, con toda seguridad, ese sería su último partido, al menos esta temporada, y no quiso salir del campo postrado en una camilla, sino por su propio pie, como el torero herido de gravedad que se resiste a abandonar el ruedo hasta ver morir a su enemigo. A falta de camilla, Jose (el fisio del equipo) y yo mismo, fuimos quienes tuvimos la misión de ayudar a Nachín a salir del campo caminando, despacito, a paso muy lento, pero con la cabeza muy alta. Raza, orgullo de CAMPEÓN. Abrazados a él, uno a cada lado, Jose y yo recorrimos junto a Nacho el camino desde detrás de una de las porterías de “El Montecillo” de Aranda hasta el vestuario. Fue una estampa tragicómica, tres personas abrazadas, caminando a tropezones como tres borrachos después de una larga noche de excesos, y vitoreados por la grada a modo de mofa canturreando los compases de una marcha militar. Aún me emociono al recordar las palabras que Nacho pronunciaba mientras aguantábamos la lluvia del cielo y la despiadada burla de la grada: “Se acabó, Pedrín, se acabó la temporada”. Yo intentaba hacerle olvidar sus palabras hablando de la musiquita que venía desde el hormigón y diciéndole en tono cariñoso “Qué sabrás tú de lesiones”,  conociendo de sobra que lo que está estudiando Nacho es fisioterapia. Lo cierto es que era él quien parecía más entero que yo, y al final los ánimos me los terminó dando él a mí: “Bueno, Pedrín, paciencia, el fútbol también tiene estas cosas”. Aún restaban cuatro partidos, pero él sabía que se había terminado todo. Con el paso de los días, su lesión resultó ser menos grave de lo esperado, y durante un par de semanas mantuvimos la esperanza de que llegase al menos a jugar el último o los dos últimos partidos de la campaña. Pero no pudo ser. Nachín no llegó a tiempo, y la temporada acabó con él en la grada. El fútbol le debe, supongo que entre otras, una muy grande.

Acabó la temporada, pero no acabó Nacho Fernández, porque Nacho Fernández es y será eterno, juegue al fútbol, sea entrenador, fisioterapeuta o simplemente ciudadano de su querida Oviedo. Tendrá éxito en cualquier cosa que se proponga hacer en la vida, porque tiene todas las condiciones humanas posibles para lograrlo, y es un trabajador incansable. He sido testigo de docenas de horas de estudio en su asiento del autobús del equipo, en los largos viajes de esta temporada. Ahora va a centrarse en terminar sus estudios de Fisioterapia, y encaminar su futuro personal y laboral. Silvia, su mujer, a quien no tengo el gusto de conocer tanto como a Nacho, dará a luz en pocos meses a su primer hijo (o hija), una criatura que tendrá la suerte de contar con unos padres ejemplares, y que le darán los mejores valores para ser una persona íntegra como lo son ellos. Ojalá la vida me dé la oportunidad de seguir contando a Nacho y a su familia como grandes amigos, y que ellos recojan en forma de felicidad todo lo que han sembrado hasta ahora.

Siempre en mi corazón, Nachín.

19 de mayo de 2012

HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA


La memoria de un utillero de un equipo de fútbol es un baúl repleto de situaciones emotivas, momentos entrañables, bromas y risas, y también anécdotas, cientos de anécdotas, muchas veces simpáticas, y otras algo más comprometedoras, pero que siempre serán recordadas con cariño, ya que todo en esta vida tiene una importancia relativa, y en el fútbol mucho más. 

Estar en contacto diario y durante muchas horas con un grupo de veinticinco o treinta personas es algo que, a la fuerza, termina por desencadenar situaciones simpáticas, ya sea que vengan por voluntad propia de alguno de los miembros del equipo, o de forma totalmente arbitraria. Es lo que sucedió el pasado 19 de Febrero, Domingo, día en el que la Unión Deportiva Logroñés debía visitar en “El Helmántico” a la Unión Deportiva Salamanca, en el que pasaba por ser uno de los partidos más decisivos de la temporada, y que nos daba la opción tanto de confirmar un gran momento deportivo y seguir nuestra escalada, como de volver a caer de nuevo al barro y a luchar por no meternos en los estresantes puestos de descenso. 

Aquel día yo estaba muy ilusionado con la visita a Salamanca. Una ciudad histórica, que yo no conocía, y sigo sin conocer, porque, maldita sea la gracia de quien inventó sacar los campos de fútbol fuera de las ciudades. Esta temporada he visitado varias ciudades que en las que nunca había estado, pero vaya, que tampoco puede decirse que las haya conocido, porque en casi todas ellas los campos de fútbol donde juega el equipo local están alejadas del núcleo urbano, en algunas incluso fuera de él, como es el caso de Salamanca. No obstante, me hacía mucha ilusión visitar el “Helmántico”, un estadio que ha visto muchos partidos de Primera División, incluso de la selección española, y que puede catalogarse como histórico.

La mañana no empezó bien. La hora de salida desde Logroño estaba fijada a las 9.30 de la mañana y yo, fiel a mi costumbre, salí de casa una hora y media antes. A las ocho en punto arranqué el coche y salí de Haro, camino de Logroño. Veinticinco minutos de trayecto hasta Las Gaunas, para después disponer de una hora antes de subir al autobús, que siempre empleo en revisar y completar el equipaje para el partido. La mañana era la típica de mediados de Febrero, fría y con niebla. Aún no había amanecido. Ya sin salir de Haro, a escasos cien metros de mi casa, la Guardia Civil estaba haciendo un control de alcoholemia. Libraron los dos coches que circulaban delante de mí, pero yo, por razones que desconozco, tuve que entrar “al redil”. Mi “colacao” con tostadas, ingerido diez minutos antes, arrojó la nada sorprendente cifra de 0,0. Posiblemente alguno de los conductores de los dos coches que circulaban delante de mí hubiese elevado mi registro. Una vez me despedí de los agentes, quienes me desearon un buen día (qué fácil lo dijeron), continué mi viaje sin más problemas. Bueno, sólo hasta que me percaté de que el coche iba en reserva y que, si no era al ir, sería al volver, tendría que parar a echar gasoil obligatoriamente. Así que, dado que el viaje de vuelta lo haría no antes de las 12 de la noche, no me arriesgué a verme a esas horas tirado y sin una gasolinera abierta, y paré en la estación de servicio de San Asensio. Después de repostar, no tardó en llegar el siguiente sobresalto. Apenas había recorrido un kilómetro, me percaté de que el mando que abre la puerta del garaje de Las Gaunas no estaba en su lugar habitual dentro del coche. Hecho un manojo de nervios, empecé a palparme todos los bolsillos de toda la ropa que llevaba encima, y a mirar hasta donde la vista me alcanzaba, pero el mandito no aparecía. Hasta que me di cuenta de que lo más probable es que lo hubiese dejado en casa el día anterior. Así que la solución no era otra que salir de la autopista en la salida más cercana, y regresar a casa en busca del mando. La salida más cercana era Cenicero (mitad de trayecto entre Haro y Logroño), y allí hice el cambio de sentido. En total, fue más de media hora perdida, entre desandar lo andado y volverlo a andar, buscar el dichoso mando que no estaba en casa sino en el coche nuevo de mi mujer… en fin. Con el mando de la puerta en el bolsillo, y una sensación de agobio apremiante, entré en Las Gaunas a las 9.10 de la mañana, sólo veinte minutos antes de la salida del autobús hacia Salamanca.

Revisé de pasada las bolsas de viaje, y preparé la que siempre va con la ropa interior de los jugadores, calzoncillos, camisetas térmicas, calcetines, gorros, bragas, guantes… En un tiempo récord todo estaba preparado, y dispuesto para sacarlo al autobús. Txema Telle, el entrenador de porteros, bajó al garaje y me ayudó a subir los bultos al maletero. Entretanto, yo me quedé cerrando luces y puertas, convencido de que todo estaba bajo control. ¿Todo? Sí, todo. O eso pensé… A las 9.25 caí en mi asiento exhausto, casi en shock, y sudando un chorro por cada poro de mi piel. Aún no me creía que después de todo lo que me había pasado en apenas hora y media, hubiese sido capaz de llegar a tiempo a la salida.

Por lo demás, el día transcurrió de manera plácida. El viaje fue lo que son los viajes largos. Un rato de lectura, un rato de música, otro de conversación, momentos de cabezadas contra el cristal del autobús… en fin, lo normal en un viaje de casi cinco horas. Sobre las 12.30 paramos a comer en Simancas, a las afueras de Valladolid, y un par de horas después reanudamos el viaje a Salamanca, ya con apenas una hora más de trayecto. La llegada al Helmántico estaba prevista a las 15.30, y a esa hora llegamos al estadio charro. Como siempre, los chicos me ayudaron a descargar todo el equipaje, y a llevarlo al vestuario. Llevar ropa para veinte personas, y más en invierno, supone mover cinco o seis bolsones en los que cabe una persona llenos a reventar. Una vez dentro del vestuario, empecé a organizarme y a repartir la ropa de cada uno. Cada vestuario tiene unas dimensiones y una distribución, y en cada uno de ellos tienes que reinventar la forma de organizar las bolsas y aprovechar el espacio disponible. No es lo mismo Mendizorroza que Guijuelo, ni Las Gaunas que El Helmántico. En esas estaba cuando alguien dio la primera voz de alarma, creo que fue Castilla, el portero. “Pedrito, ¿donde está la bolsa de los calzoncillos?”. “Estará por ahí, Casti, ahora te la busco”. Hice un primer repaso rápido pero no la vi. Salí del vestuario, por si se había quedado en el vestíbulo de fuera, y al volver a entrar alguien más me preguntó “Pedro, las térmicas, ¿están por ahí?”. En ese momento ya empecé a ponerme nervioso de verdad. Pregunté a varios de ellos, pero nadie había visto “una bolsa negra de Adidas”. Sin más, me fui corriendo a la calle, a buscar a Marino, el chófer del autobús, con la vaga esperanza de que la bolsa se hubiese quedado en el maletero. Pero no, allí tampoco estaba. Así que ya, más enfadado conmigo mismo que nervioso, volví al vestuario y lo registré centímetro a centímetro por última vez. “Chicos, me he dejado la bolsa de la ropa interior en Las Gaunas, lo siento” fue lo único que acerté a decir. Por supuesto que no esperaba una bronca de nadie, ni una mala palabra. Pero la reacción de todos tampoco entraba dentro de mis planes, por mucho que yo ya estuviese más que convencido de la calidad humana del grupo. Se oyeron risas, bromas, alguno sugirió jugar “a pelo” y sobre todo hubo muchas palabras de ánimo y comprensión, por parte de todos. “No pasa nada, Pedrín”, o “Pues fíjate qué problema…”. Ellos estaban sin nada que ponerse por debajo de la ropa de juego y yo era quien más jodido y enfadado conmigo mismo estaba.

Todo el mundo se vistió sin más contratiempos. Unos utilizaron su ropa interior de viaje, y otros aprovecharon la extraña costumbre de algunos, como Manu García y Txema Telle, que cada vez que viajan lo hacen con varias prendas interiores en su mochila. Manu me dijo al día siguiente que más de medio equipo llevó calzoncillos suyos, y Txema también “donó para la causa” al menos dos o tres. Hombres precavidos, sin duda, que aquel día sacaron de un apuro a muchos compañeros, y sobre todo al utillero olvidadizo.

Uno de los calzoncillos de Txema fue el que utilizó Diego Cervero. Como dijo el propio Diego cuando se los puso y comprobó que aquello sujetaba bien, “no son los más bonitos que he llevado en mi vida, pero hacen bien su función”. Una vez empezado el partido, la tensión del juego hizo que poco a poco fuese olvidándome de mi descuido, y el disgusto con el que llevaba hora y media fuese disminuyendo. Dominábamos, y habíamos llegado con peligro ya en varias ocasiones. El gol parecía que podía caer en cualquier momento. Y fue a la media hora, cuando después de un rápido contraataque, Diego Cervero cabeceó a la red un centro de David De Paula. Todos saltamos para celebrarlo, y Diego, nada más marcar, en un gesto que dice todo de él como persona, se acordó instantáneamente de su utillero, a quien minutos antes había dejado en el vestuario desanimado por su error. Empezó a correr hacia el banquillo, señalándose la cabeza y llamándome a gritos. Los demás supieron al momento de qué iba aquello, y le siguieron por detrás, dejándole terminar la celebración. Y ahí es donde tiene lugar la foto protagonista de esta entrada. La foto no tiene sonido, pero recuerdo perfectamente que Diego, a escasos dos metros de mí gritó en ese momento “Mira Pedro, mira que calzoncillos!!”.  La periodista de El Correo, Virginia Ducrós, me contó semanas después que el pie de foto que había aparecido en el periódico era suyo, pero que desconocía completamente la historia. El pie de foto decía algo así como “Diego Cervero protesta una falta al asistente”. Desde luego, cualquiera que vea la foto y no sepa lo ocurrido, puede interpretar lo mismo que interpretó Virginia. Pero la realidad fue un gesto humano increíble de Diego, que fue respaldado por todo el equipo en pleno, y que ilustra el posterior abrazo en el que nos fundimos todos. 

 
El partido acabó 0-2, con un segundo gol de Manu García en la segunda parte, y el viaje de vuelta fue mucho más relajado. Se bromeó sobre el asunto, y se propuso, en “petit comité”, que en el siguiente desplazamiento, a Miranda de Ebro, volviese a “olvidarme” de la bolsa de la ropa interior, ya que parece que había traído suerte. Al llegar a Las Gaunas sólo me quedaba la duda de si realmente la famosa bolsa se había quedado allí, o la habíamos perdido por el camino. Pero no, allí estaba, en el mismo lugar en el que yo mismo la había dejado quince horas antes, preparada para subir al autobús. Las bromas fueron continuas en los siguientes días, y en las siguientes semanas, pero siempre con un punto de humor y de respeto fuera de toda duda. Es verdad que controlar toda la ropa que necesitan veinte personas para jugar un partido de fútbol a 400 kilómetros de casa es un trabajo que requiere concentración, y aquella mañana la mía debió de quedarse en un control de alcoholemia, en una gasolinera o en el doble trayecto de Haro a Logroño que hice por olvidar el mando de la puerta. Un día para recordar, sin duda, aunque estuviese lleno de olvidos. 

Hoy, tres meses después de aquel día, tengo guardada para siempre, y con todo mi cariño, la foto del momento. Diego Cervero me la dedicó esta semana, y me la regaló como recuerdo de un día emotivo, que empezó mal, siguió peor, pero terminó de la mejor de las maneras posibles. Con un buen resultado, tres puntos, y la certeza de que, ante la fuerza de un grupo humano como ha sido esta U.D. Logroñés 2011/2012, ningún contratiempo, sea grande o pequeño, puede mermar sus capacidades.

13 de marzo de 2012

MÁGICO GONZÁLEZ CUMPLE 55 AÑOS


Quizás pronunciando el nombre de Jorge Alberto González Barillas nuestros recuerdos permanezcan adormecidos, sin despertar mayor interés en nuestra memoria futbolística que lo que podrían hacerlo otros cientos de nombres de ilustres futbolistas que han sido más conocidos por apodos universales. Sin embargo, evocar la palabra “Mágico” despierta casi de inmediato nuestro subconsciente, y nos hace pronunciar, de seguido y sin pensarlo, el apellido González. Por supuesto, estoy refiriéndome a aficionados al fútbol que hemos sobrepasado la treintena, y que tuvimos la dicha de ver jugar en los campos españoles a un salvadoreño que pasó a la Historia de uno de los clubes más modestos de nuestro fútbol, el Cádiz C.F que, gracias sobre todo a Jorge “Mágico” González, se ganó la simpatía y el cariño de una gran parte de la afición de nuestro país, por su toque exótico y folclórico, y también por su incuestionable calidad técnica, al alcance sólo de los mejores.

Sin duda Mágico González hubiese jugado en un club de los “grandes”, pero simplemente nunca se lo planteó. Su calidad le hubiese bastado para haber desembarcado en cualquiera de los equipos punteros de Europa, pero lo hizo en el puerto de Cádiz, y allí encontró lo que buscaba, un lugar donde divertirse jugando al fútbol, y también cuando salía del terreno de juego.  Porque Jorge siempre se tomó el fútbol como un divertimento, y no como una profesión. Su “hobby” le sirvió para llevar durante años una vida desenfrenada, muy alejada del estándar del futbolista profesional. Era la antítesis del futbolista metrosexual que conocemos hoy en día. Flaco, desgarbado, con el pelo desordenado, medias caídas, narigón y feo, Mágico nunca se preocupó por su aspecto físico, ni por cómo cuidarlo. Entrenaba poco y mal, pero jugaba mejor que nadie. En Cádiz fueron famosas sus salidas nocturnas, en las que compartía copas y baile hasta altas horas de la madrugada con los aficionados que, horas antes, habían vitoreado su nombre después de verle hacer virguerías con el balón en el Ramón de Carranza. Al día siguiente, de buena mañana, el despertador sonaba en su habitación, pero Mágico no lo escuchaba, ni pizca de ganas que tenía. Abría las puertas de los bares y discotecas de Cádiz con la misma facilidad con que desmontaba una defensa de cuatro hombres con tres toques y un par de genialidades. Su afición a la noche le cargó con una fama bien merecida de “poco profesional”, pero su hinchada le perdonaba todo, porque al día siguiente, o a la semana siguiente, Mágico la volvía a liar, y volvía a poner en pie a todos los que le tachaban de vago y dormilón. 

Y lo era, sobre todo dormilón. Jorge tenía una afición al sueño fuera de lo común, y era capaz de dormir más de veinticuatro horas seguidas. En su segunda etapa en el Cádiz, el club tuvo que poner a una persona que se encargara de hacer las veces de despertador, pues el de toda la vida, encima de la mesilla de noche, podía estar sonando durante horas antes de que Mágico lo desconectara. Pero ni con esas pudieron evitar varios episodios bochornosos, en los que directivos del club tuvieron que ir a su habitación para sacarlo de la cama y llevarlo directamente al campo. El más sonoro tuvo lugar en el Trofeo Ramón de Carranza de 1984. El Cádiz se enfrentaba al Barcelona, y Mágico no apareció a la cita a la hora señalada. Para cuando el encargado de sacarle de la cama pudo llevarle al estadio, el equipo blaugrana ya ganaba 0-3. Pero Mágico salió en el segundo tiempo, y marcó dos goles, dio dos asistencias, y el Cádiz ganó al Barça por 4-3. Ese era Mágico. En otra ocasión, el servicio del hotel en el que se hospedaba tuvo que forzar la puerta de su habitación, temiendo que le hubiese ocurrido algo. Cuando entraron, lo encontraron tumbado en su cama, desnudo, y durmiendo como un angelito.

El Cádiz había descendido en 1983 a Segunda, pero Mágico, pese a tener varias ofertas de equipos importantes, decidió quedarse para ayudar a su equipo a volver a la máxima categoría, y también porque sabía que en otro sitio no le harían la vista tan gorda como allí. Después de esa temporada en segunda, desapareció del mapa, y nadie supo donde estuvo. Volvió, pero el Cádiz decidió traspasarlo al Valladolid, harto de las indisciplinas del jugador. El club pucelano intentó reconducir la situación del salvadoreño, pero Jorge no estaba para que nadie le dijera lo que tenía que hacer, así que un año después volvió a Cádiz, donde le recibieron con los brazos abiertos.  De nuevo al calor de su gente, Mágico vivió cinco intensas temporadas, en todos los sentidos. Su fútbol seguía siendo exquisito, pero los excesos comenzaban a hacer estragos en su físico. Parecía el abuelo de todos sus compañeros, medio cojo y renqueante, pero al final siempre sacaba el conejo de su chistera y se convertía en el mejor Maradona de todos los tiempos, vestido de azul y amarillo. Con treinta y cuarto años, y después de una temporada complicada, en la que fue denunciado por una joven por intento de violación, decidió volver a su país, donde jugó aún otros nueve años. Del asunto de la violación no se supo mucho más, pues el caso fue archivado tras indemnizar a la joven que le había denunciado.

Mágico tuvo ocasión de haber pasado al Olimpo del fútbol mundial, pero siempre lo tomó a broma. Pudo haber firmado por el Fútbol Club Barcelona de Maradona, con el que hizo una gira veraniega en 1983, pero el club catalán desestimó su fichaje, después de soportar dos numeritos de Mágico en sendos hoteles, con alcohol y chicas de por medio. Diego Armando Maradona dijo de él que era uno de los diez mejores futbolistas que había visto en su vida, y numerosas personalidades del fútbol mundial reconocieron las cualidades de Mágico… dentro del campo. Porque fuera de él fue un desastre, desde el principio hasta el final. Un final en el que tuvo que hacer de taxista en Estados Unidos, y, cuentan, incluso mendigar por las calles de  Houston. Hoy en día, y después de superar, quizás no del todo, aquella etapa de desenfreno, Mágico forma parte del cuerpo técnico de la selección de El Salvador, donde llegó de la mano del seleccionador Rubén Israel, con la ilusión de clasificar al país centroamericano para el Mundial de Brasil en 2014. Sería la tercera participación de El Salvador en un Mundial. La primera fue en México, en 1970. La segunda, y última hasta hoy, en España 1982, y el principal artífice de su clasificación, y estrella de aquel combinado, Jorge “Mágico” González.