3 de junio de 2012

NACHO FERNÁNDEZ, UNA LEYENDA


Para el mundo del fútbol en general es Nacho Fernández. Para mí, es simplemente Nachín. Del mismo modo que, casi desde el principio, él empezó cuando entré en el vestuario de la Unión Deportiva Logroñés a dirigirse a mí con ese cariñoso diminutivo tan típicamente asturiano, yo terminé también por llamarle siempre utilizando esa misma manera. Habrá quien piense que el titular de la entrada es exagerado. Para mí no lo es. Nacho Fernández es una Leyenda, al menos lo que yo entiendo por Leyenda dentro del fútbol. Inigualable. Según algunos medios de comunicación, ayer anunció su intención de abandonar la U.D. Logroñés para centrarse en sus estudios y su vida personal. Si es así, es una noticia que me apena por lo que yo pierdo, pero que por otro lado me llena de ilusión por la nueva etapa que él va a dar comienzo. Como todo en la vida, me quedo con lo mejor de cada experiencia, y la de haber conocido y convivido con alguien como Nacho sólo tiene cosas positivas. Todo ha sido aprendizaje a su lado, de fútbol y de vida. Alguien de quien cada día extraes algo que te sirve, algo que aumenta tus cualidades como persona.

Llevo muy poco tiempo en el fútbol profesional, pero estoy seguro de que, por muchos años que me quede en esto, no serán demasiadas las personas que encontraré con la calidad humana y profesional de Nachín. Tío de pocas palabras, pero siempre muy justas y adecuadas. De pocos gestos y aspavientos, pero siempre convincentes y en el momento oportuno. Jugador con unos recursos futbolísticos aceptables, sin grandes alardes, pero siempre puestos al servicio del equipo, sin reservas. No es hablador, pero habla con una inteligencia abrumadora cada vez que tiene que decir algo. No le gusta hacerse ver ni ser el centro de atención de nadie, pero escenifica su capacidad de liderazgo y su buen hacer dentro y fuera del campo cuando sus compañeros más lo necesitan. No es el más técnico, ni el más rápido, ni siquiera es el más fuerte del equipo, pero no reserva jamás una micra de esfuerzo, ni una gota de sudor, cuando se trata de poner todas sus capacidades futbolísticas al servicio de los demás.

Hay una frase del pensador chino Confucio que dice: “El ir un poco lejos es tan malo como no ir todo lo necesario”, que podría resumir a grandes rasgos la filosofía de Nacho Fernández. Así es Nachín, una persona que hace del equilibrio sobre todas las cosas su manera de vivir la vida. Todo en su justa medida, y siempre cumpliendo de sobra con lo que se le requiere a una persona y a un futbolista.

Nos conocimos el año pasado, cuando en los últimos partidos de la temporada 2010/2011 hice las funciones de Delegado de Campo en Las Gaunas. Pese a no haber hablado prácticamente nunca, Nacho (entonces aún no era Nachín) fue uno de los jugadores de la U.D. Logroñés que siempre, cuando llegaba al campo, venía a saludarme, estrechar mi mano, y preguntarme por cómo estaban las cosas, las mías y las del partido. En esos pequeños detalles vas conociendo poco a poco a las personas, y te vas dando cuenta de que hay gente con la que puedes ir al fin del mundo, porque en cualquier sitio te harán sentir a gusto con su compañía.

Este año tuve la suerte de entrar en el vestuario del primer equipo, como “utillero”, y conocer un grupo humano increíble, que me ha servido para crecer como persona, viviendo experiencias inolvidables, pequeños momentos y gestos que me han llenado interiormente y me han enseñado uno de los lados más enriquecedores de la vida. El lado del compañerismo, la solidaridad, y sobre todo el cariño y el calor humano. Sin excepción, los veinte jugadores y media docena de técnicos con los que he tenido el lujo de vivir la temporada, han sido inmejorables compañeros de viaje, y a todos les debo su parte invariable de aquello que disfruté. Y por supuesto, a Nachín, no sé exactamente si por encima del resto porque para mí todos están al mismo nivel, pero sí en un lugar muy destacado. Educado, comedido, siempre dispuesto a ayudar, siempre con una sonrisa en sus labios. Nunca un mal gesto, nunca una palabra más alta que otra, nunca nada, absolutamente nada, que poderle reprochar. No es casualidad que, en toda su carrera profesional, Nacho sólo haya conocido cuatro clubes diferentes. Alavés, Racing de Ferrol, Ponferradina y Unión Deportiva Logroñés. En todos los sitios en los que estuvo ha dejado su huella.

Recibiendo el premio al Mejor Jugador de la 2010/2011 para la afición
Su abrazo antes de cada partido, casi en el túnel de vestuarios, que creo que he mencionado alguna vez en alguna entrada de este blog, era uno de los gestos que yo más esperaba cada Domingo. Recibir el abrazo de Nachín era recibir el abrazo de la vida, el abrazo de una persona que lo pone todo en cada cosa que hace, algo que te motiva y te hace sentir útil en lo que estás haciendo.

Nacho jugó su último partido en Aranda de Duero, el pasado día 5 de Abril. En una jugada nada más empezar la segunda parte, con el campo embarrado y pesadísimo, se rompió en un salto al ir a despejar un centro al área. Nada más caer supo lo que había pasado, y pocos segundos después fue completamente consciente de la gravedad de la lesión. 

No quiso que la camilla entrase al campo para retirarle a los vestuarios, hasta en eso es enorme Nacho. Supo que, con toda seguridad, ese sería su último partido, al menos esta temporada, y no quiso salir del campo postrado en una camilla, sino por su propio pie, como el torero herido de gravedad que se resiste a abandonar el ruedo hasta ver morir a su enemigo. A falta de camilla, Jose (el fisio del equipo) y yo mismo, fuimos quienes tuvimos la misión de ayudar a Nachín a salir del campo caminando, despacito, a paso muy lento, pero con la cabeza muy alta. Raza, orgullo de CAMPEÓN. Abrazados a él, uno a cada lado, Jose y yo recorrimos junto a Nacho el camino desde detrás de una de las porterías de “El Montecillo” de Aranda hasta el vestuario. Fue una estampa tragicómica, tres personas abrazadas, caminando a tropezones como tres borrachos después de una larga noche de excesos, y vitoreados por la grada a modo de mofa canturreando los compases de una marcha militar. Aún me emociono al recordar las palabras que Nacho pronunciaba mientras aguantábamos la lluvia del cielo y la despiadada burla de la grada: “Se acabó, Pedrín, se acabó la temporada”. Yo intentaba hacerle olvidar sus palabras hablando de la musiquita que venía desde el hormigón y diciéndole en tono cariñoso “Qué sabrás tú de lesiones”,  conociendo de sobra que lo que está estudiando Nacho es fisioterapia. Lo cierto es que era él quien parecía más entero que yo, y al final los ánimos me los terminó dando él a mí: “Bueno, Pedrín, paciencia, el fútbol también tiene estas cosas”. Aún restaban cuatro partidos, pero él sabía que se había terminado todo. Con el paso de los días, su lesión resultó ser menos grave de lo esperado, y durante un par de semanas mantuvimos la esperanza de que llegase al menos a jugar el último o los dos últimos partidos de la campaña. Pero no pudo ser. Nachín no llegó a tiempo, y la temporada acabó con él en la grada. El fútbol le debe, supongo que entre otras, una muy grande.

Acabó la temporada, pero no acabó Nacho Fernández, porque Nacho Fernández es y será eterno, juegue al fútbol, sea entrenador, fisioterapeuta o simplemente ciudadano de su querida Oviedo. Tendrá éxito en cualquier cosa que se proponga hacer en la vida, porque tiene todas las condiciones humanas posibles para lograrlo, y es un trabajador incansable. He sido testigo de docenas de horas de estudio en su asiento del autobús del equipo, en los largos viajes de esta temporada. Ahora va a centrarse en terminar sus estudios de Fisioterapia, y encaminar su futuro personal y laboral. Silvia, su mujer, a quien no tengo el gusto de conocer tanto como a Nacho, dará a luz en pocos meses a su primer hijo (o hija), una criatura que tendrá la suerte de contar con unos padres ejemplares, y que le darán los mejores valores para ser una persona íntegra como lo son ellos. Ojalá la vida me dé la oportunidad de seguir contando a Nacho y a su familia como grandes amigos, y que ellos recojan en forma de felicidad todo lo que han sembrado hasta ahora.

Siempre en mi corazón, Nachín.

19 de mayo de 2012

HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA


La memoria de un utillero de un equipo de fútbol es un baúl repleto de situaciones emotivas, momentos entrañables, bromas y risas, y también anécdotas, cientos de anécdotas, muchas veces simpáticas, y otras algo más comprometedoras, pero que siempre serán recordadas con cariño, ya que todo en esta vida tiene una importancia relativa, y en el fútbol mucho más. 

Estar en contacto diario y durante muchas horas con un grupo de veinticinco o treinta personas es algo que, a la fuerza, termina por desencadenar situaciones simpáticas, ya sea que vengan por voluntad propia de alguno de los miembros del equipo, o de forma totalmente arbitraria. Es lo que sucedió el pasado 19 de Febrero, Domingo, día en el que la Unión Deportiva Logroñés debía visitar en “El Helmántico” a la Unión Deportiva Salamanca, en el que pasaba por ser uno de los partidos más decisivos de la temporada, y que nos daba la opción tanto de confirmar un gran momento deportivo y seguir nuestra escalada, como de volver a caer de nuevo al barro y a luchar por no meternos en los estresantes puestos de descenso. 

Aquel día yo estaba muy ilusionado con la visita a Salamanca. Una ciudad histórica, que yo no conocía, y sigo sin conocer, porque, maldita sea la gracia de quien inventó sacar los campos de fútbol fuera de las ciudades. Esta temporada he visitado varias ciudades que en las que nunca había estado, pero vaya, que tampoco puede decirse que las haya conocido, porque en casi todas ellas los campos de fútbol donde juega el equipo local están alejadas del núcleo urbano, en algunas incluso fuera de él, como es el caso de Salamanca. No obstante, me hacía mucha ilusión visitar el “Helmántico”, un estadio que ha visto muchos partidos de Primera División, incluso de la selección española, y que puede catalogarse como histórico.

La mañana no empezó bien. La hora de salida desde Logroño estaba fijada a las 9.30 de la mañana y yo, fiel a mi costumbre, salí de casa una hora y media antes. A las ocho en punto arranqué el coche y salí de Haro, camino de Logroño. Veinticinco minutos de trayecto hasta Las Gaunas, para después disponer de una hora antes de subir al autobús, que siempre empleo en revisar y completar el equipaje para el partido. La mañana era la típica de mediados de Febrero, fría y con niebla. Aún no había amanecido. Ya sin salir de Haro, a escasos cien metros de mi casa, la Guardia Civil estaba haciendo un control de alcoholemia. Libraron los dos coches que circulaban delante de mí, pero yo, por razones que desconozco, tuve que entrar “al redil”. Mi “colacao” con tostadas, ingerido diez minutos antes, arrojó la nada sorprendente cifra de 0,0. Posiblemente alguno de los conductores de los dos coches que circulaban delante de mí hubiese elevado mi registro. Una vez me despedí de los agentes, quienes me desearon un buen día (qué fácil lo dijeron), continué mi viaje sin más problemas. Bueno, sólo hasta que me percaté de que el coche iba en reserva y que, si no era al ir, sería al volver, tendría que parar a echar gasoil obligatoriamente. Así que, dado que el viaje de vuelta lo haría no antes de las 12 de la noche, no me arriesgué a verme a esas horas tirado y sin una gasolinera abierta, y paré en la estación de servicio de San Asensio. Después de repostar, no tardó en llegar el siguiente sobresalto. Apenas había recorrido un kilómetro, me percaté de que el mando que abre la puerta del garaje de Las Gaunas no estaba en su lugar habitual dentro del coche. Hecho un manojo de nervios, empecé a palparme todos los bolsillos de toda la ropa que llevaba encima, y a mirar hasta donde la vista me alcanzaba, pero el mandito no aparecía. Hasta que me di cuenta de que lo más probable es que lo hubiese dejado en casa el día anterior. Así que la solución no era otra que salir de la autopista en la salida más cercana, y regresar a casa en busca del mando. La salida más cercana era Cenicero (mitad de trayecto entre Haro y Logroño), y allí hice el cambio de sentido. En total, fue más de media hora perdida, entre desandar lo andado y volverlo a andar, buscar el dichoso mando que no estaba en casa sino en el coche nuevo de mi mujer… en fin. Con el mando de la puerta en el bolsillo, y una sensación de agobio apremiante, entré en Las Gaunas a las 9.10 de la mañana, sólo veinte minutos antes de la salida del autobús hacia Salamanca.

Revisé de pasada las bolsas de viaje, y preparé la que siempre va con la ropa interior de los jugadores, calzoncillos, camisetas térmicas, calcetines, gorros, bragas, guantes… En un tiempo récord todo estaba preparado, y dispuesto para sacarlo al autobús. Txema Telle, el entrenador de porteros, bajó al garaje y me ayudó a subir los bultos al maletero. Entretanto, yo me quedé cerrando luces y puertas, convencido de que todo estaba bajo control. ¿Todo? Sí, todo. O eso pensé… A las 9.25 caí en mi asiento exhausto, casi en shock, y sudando un chorro por cada poro de mi piel. Aún no me creía que después de todo lo que me había pasado en apenas hora y media, hubiese sido capaz de llegar a tiempo a la salida.

Por lo demás, el día transcurrió de manera plácida. El viaje fue lo que son los viajes largos. Un rato de lectura, un rato de música, otro de conversación, momentos de cabezadas contra el cristal del autobús… en fin, lo normal en un viaje de casi cinco horas. Sobre las 12.30 paramos a comer en Simancas, a las afueras de Valladolid, y un par de horas después reanudamos el viaje a Salamanca, ya con apenas una hora más de trayecto. La llegada al Helmántico estaba prevista a las 15.30, y a esa hora llegamos al estadio charro. Como siempre, los chicos me ayudaron a descargar todo el equipaje, y a llevarlo al vestuario. Llevar ropa para veinte personas, y más en invierno, supone mover cinco o seis bolsones en los que cabe una persona llenos a reventar. Una vez dentro del vestuario, empecé a organizarme y a repartir la ropa de cada uno. Cada vestuario tiene unas dimensiones y una distribución, y en cada uno de ellos tienes que reinventar la forma de organizar las bolsas y aprovechar el espacio disponible. No es lo mismo Mendizorroza que Guijuelo, ni Las Gaunas que El Helmántico. En esas estaba cuando alguien dio la primera voz de alarma, creo que fue Castilla, el portero. “Pedrito, ¿donde está la bolsa de los calzoncillos?”. “Estará por ahí, Casti, ahora te la busco”. Hice un primer repaso rápido pero no la vi. Salí del vestuario, por si se había quedado en el vestíbulo de fuera, y al volver a entrar alguien más me preguntó “Pedro, las térmicas, ¿están por ahí?”. En ese momento ya empecé a ponerme nervioso de verdad. Pregunté a varios de ellos, pero nadie había visto “una bolsa negra de Adidas”. Sin más, me fui corriendo a la calle, a buscar a Marino, el chófer del autobús, con la vaga esperanza de que la bolsa se hubiese quedado en el maletero. Pero no, allí tampoco estaba. Así que ya, más enfadado conmigo mismo que nervioso, volví al vestuario y lo registré centímetro a centímetro por última vez. “Chicos, me he dejado la bolsa de la ropa interior en Las Gaunas, lo siento” fue lo único que acerté a decir. Por supuesto que no esperaba una bronca de nadie, ni una mala palabra. Pero la reacción de todos tampoco entraba dentro de mis planes, por mucho que yo ya estuviese más que convencido de la calidad humana del grupo. Se oyeron risas, bromas, alguno sugirió jugar “a pelo” y sobre todo hubo muchas palabras de ánimo y comprensión, por parte de todos. “No pasa nada, Pedrín”, o “Pues fíjate qué problema…”. Ellos estaban sin nada que ponerse por debajo de la ropa de juego y yo era quien más jodido y enfadado conmigo mismo estaba.

Todo el mundo se vistió sin más contratiempos. Unos utilizaron su ropa interior de viaje, y otros aprovecharon la extraña costumbre de algunos, como Manu García y Txema Telle, que cada vez que viajan lo hacen con varias prendas interiores en su mochila. Manu me dijo al día siguiente que más de medio equipo llevó calzoncillos suyos, y Txema también “donó para la causa” al menos dos o tres. Hombres precavidos, sin duda, que aquel día sacaron de un apuro a muchos compañeros, y sobre todo al utillero olvidadizo.

Uno de los calzoncillos de Txema fue el que utilizó Diego Cervero. Como dijo el propio Diego cuando se los puso y comprobó que aquello sujetaba bien, “no son los más bonitos que he llevado en mi vida, pero hacen bien su función”. Una vez empezado el partido, la tensión del juego hizo que poco a poco fuese olvidándome de mi descuido, y el disgusto con el que llevaba hora y media fuese disminuyendo. Dominábamos, y habíamos llegado con peligro ya en varias ocasiones. El gol parecía que podía caer en cualquier momento. Y fue a la media hora, cuando después de un rápido contraataque, Diego Cervero cabeceó a la red un centro de David De Paula. Todos saltamos para celebrarlo, y Diego, nada más marcar, en un gesto que dice todo de él como persona, se acordó instantáneamente de su utillero, a quien minutos antes había dejado en el vestuario desanimado por su error. Empezó a correr hacia el banquillo, señalándose la cabeza y llamándome a gritos. Los demás supieron al momento de qué iba aquello, y le siguieron por detrás, dejándole terminar la celebración. Y ahí es donde tiene lugar la foto protagonista de esta entrada. La foto no tiene sonido, pero recuerdo perfectamente que Diego, a escasos dos metros de mí gritó en ese momento “Mira Pedro, mira que calzoncillos!!”.  La periodista de El Correo, Virginia Ducrós, me contó semanas después que el pie de foto que había aparecido en el periódico era suyo, pero que desconocía completamente la historia. El pie de foto decía algo así como “Diego Cervero protesta una falta al asistente”. Desde luego, cualquiera que vea la foto y no sepa lo ocurrido, puede interpretar lo mismo que interpretó Virginia. Pero la realidad fue un gesto humano increíble de Diego, que fue respaldado por todo el equipo en pleno, y que ilustra el posterior abrazo en el que nos fundimos todos. 

 
El partido acabó 0-2, con un segundo gol de Manu García en la segunda parte, y el viaje de vuelta fue mucho más relajado. Se bromeó sobre el asunto, y se propuso, en “petit comité”, que en el siguiente desplazamiento, a Miranda de Ebro, volviese a “olvidarme” de la bolsa de la ropa interior, ya que parece que había traído suerte. Al llegar a Las Gaunas sólo me quedaba la duda de si realmente la famosa bolsa se había quedado allí, o la habíamos perdido por el camino. Pero no, allí estaba, en el mismo lugar en el que yo mismo la había dejado quince horas antes, preparada para subir al autobús. Las bromas fueron continuas en los siguientes días, y en las siguientes semanas, pero siempre con un punto de humor y de respeto fuera de toda duda. Es verdad que controlar toda la ropa que necesitan veinte personas para jugar un partido de fútbol a 400 kilómetros de casa es un trabajo que requiere concentración, y aquella mañana la mía debió de quedarse en un control de alcoholemia, en una gasolinera o en el doble trayecto de Haro a Logroño que hice por olvidar el mando de la puerta. Un día para recordar, sin duda, aunque estuviese lleno de olvidos. 

Hoy, tres meses después de aquel día, tengo guardada para siempre, y con todo mi cariño, la foto del momento. Diego Cervero me la dedicó esta semana, y me la regaló como recuerdo de un día emotivo, que empezó mal, siguió peor, pero terminó de la mejor de las maneras posibles. Con un buen resultado, tres puntos, y la certeza de que, ante la fuerza de un grupo humano como ha sido esta U.D. Logroñés 2011/2012, ningún contratiempo, sea grande o pequeño, puede mermar sus capacidades.

13 de marzo de 2012

MÁGICO GONZÁLEZ CUMPLE 55 AÑOS


Quizás pronunciando el nombre de Jorge Alberto González Barillas nuestros recuerdos permanezcan adormecidos, sin despertar mayor interés en nuestra memoria futbolística que lo que podrían hacerlo otros cientos de nombres de ilustres futbolistas que han sido más conocidos por apodos universales. Sin embargo, evocar la palabra “Mágico” despierta casi de inmediato nuestro subconsciente, y nos hace pronunciar, de seguido y sin pensarlo, el apellido González. Por supuesto, estoy refiriéndome a aficionados al fútbol que hemos sobrepasado la treintena, y que tuvimos la dicha de ver jugar en los campos españoles a un salvadoreño que pasó a la Historia de uno de los clubes más modestos de nuestro fútbol, el Cádiz C.F que, gracias sobre todo a Jorge “Mágico” González, se ganó la simpatía y el cariño de una gran parte de la afición de nuestro país, por su toque exótico y folclórico, y también por su incuestionable calidad técnica, al alcance sólo de los mejores.

Sin duda Mágico González hubiese jugado en un club de los “grandes”, pero simplemente nunca se lo planteó. Su calidad le hubiese bastado para haber desembarcado en cualquiera de los equipos punteros de Europa, pero lo hizo en el puerto de Cádiz, y allí encontró lo que buscaba, un lugar donde divertirse jugando al fútbol, y también cuando salía del terreno de juego.  Porque Jorge siempre se tomó el fútbol como un divertimento, y no como una profesión. Su “hobby” le sirvió para llevar durante años una vida desenfrenada, muy alejada del estándar del futbolista profesional. Era la antítesis del futbolista metrosexual que conocemos hoy en día. Flaco, desgarbado, con el pelo desordenado, medias caídas, narigón y feo, Mágico nunca se preocupó por su aspecto físico, ni por cómo cuidarlo. Entrenaba poco y mal, pero jugaba mejor que nadie. En Cádiz fueron famosas sus salidas nocturnas, en las que compartía copas y baile hasta altas horas de la madrugada con los aficionados que, horas antes, habían vitoreado su nombre después de verle hacer virguerías con el balón en el Ramón de Carranza. Al día siguiente, de buena mañana, el despertador sonaba en su habitación, pero Mágico no lo escuchaba, ni pizca de ganas que tenía. Abría las puertas de los bares y discotecas de Cádiz con la misma facilidad con que desmontaba una defensa de cuatro hombres con tres toques y un par de genialidades. Su afición a la noche le cargó con una fama bien merecida de “poco profesional”, pero su hinchada le perdonaba todo, porque al día siguiente, o a la semana siguiente, Mágico la volvía a liar, y volvía a poner en pie a todos los que le tachaban de vago y dormilón. 

Y lo era, sobre todo dormilón. Jorge tenía una afición al sueño fuera de lo común, y era capaz de dormir más de veinticuatro horas seguidas. En su segunda etapa en el Cádiz, el club tuvo que poner a una persona que se encargara de hacer las veces de despertador, pues el de toda la vida, encima de la mesilla de noche, podía estar sonando durante horas antes de que Mágico lo desconectara. Pero ni con esas pudieron evitar varios episodios bochornosos, en los que directivos del club tuvieron que ir a su habitación para sacarlo de la cama y llevarlo directamente al campo. El más sonoro tuvo lugar en el Trofeo Ramón de Carranza de 1984. El Cádiz se enfrentaba al Barcelona, y Mágico no apareció a la cita a la hora señalada. Para cuando el encargado de sacarle de la cama pudo llevarle al estadio, el equipo blaugrana ya ganaba 0-3. Pero Mágico salió en el segundo tiempo, y marcó dos goles, dio dos asistencias, y el Cádiz ganó al Barça por 4-3. Ese era Mágico. En otra ocasión, el servicio del hotel en el que se hospedaba tuvo que forzar la puerta de su habitación, temiendo que le hubiese ocurrido algo. Cuando entraron, lo encontraron tumbado en su cama, desnudo, y durmiendo como un angelito.

El Cádiz había descendido en 1983 a Segunda, pero Mágico, pese a tener varias ofertas de equipos importantes, decidió quedarse para ayudar a su equipo a volver a la máxima categoría, y también porque sabía que en otro sitio no le harían la vista tan gorda como allí. Después de esa temporada en segunda, desapareció del mapa, y nadie supo donde estuvo. Volvió, pero el Cádiz decidió traspasarlo al Valladolid, harto de las indisciplinas del jugador. El club pucelano intentó reconducir la situación del salvadoreño, pero Jorge no estaba para que nadie le dijera lo que tenía que hacer, así que un año después volvió a Cádiz, donde le recibieron con los brazos abiertos.  De nuevo al calor de su gente, Mágico vivió cinco intensas temporadas, en todos los sentidos. Su fútbol seguía siendo exquisito, pero los excesos comenzaban a hacer estragos en su físico. Parecía el abuelo de todos sus compañeros, medio cojo y renqueante, pero al final siempre sacaba el conejo de su chistera y se convertía en el mejor Maradona de todos los tiempos, vestido de azul y amarillo. Con treinta y cuarto años, y después de una temporada complicada, en la que fue denunciado por una joven por intento de violación, decidió volver a su país, donde jugó aún otros nueve años. Del asunto de la violación no se supo mucho más, pues el caso fue archivado tras indemnizar a la joven que le había denunciado.

Mágico tuvo ocasión de haber pasado al Olimpo del fútbol mundial, pero siempre lo tomó a broma. Pudo haber firmado por el Fútbol Club Barcelona de Maradona, con el que hizo una gira veraniega en 1983, pero el club catalán desestimó su fichaje, después de soportar dos numeritos de Mágico en sendos hoteles, con alcohol y chicas de por medio. Diego Armando Maradona dijo de él que era uno de los diez mejores futbolistas que había visto en su vida, y numerosas personalidades del fútbol mundial reconocieron las cualidades de Mágico… dentro del campo. Porque fuera de él fue un desastre, desde el principio hasta el final. Un final en el que tuvo que hacer de taxista en Estados Unidos, y, cuentan, incluso mendigar por las calles de  Houston. Hoy en día, y después de superar, quizás no del todo, aquella etapa de desenfreno, Mágico forma parte del cuerpo técnico de la selección de El Salvador, donde llegó de la mano del seleccionador Rubén Israel, con la ilusión de clasificar al país centroamericano para el Mundial de Brasil en 2014. Sería la tercera participación de El Salvador en un Mundial. La primera fue en México, en 1970. La segunda, y última hasta hoy, en España 1982, y el principal artífice de su clasificación, y estrella de aquel combinado, Jorge “Mágico” González.

23 de enero de 2012

LA VOCACIÓN DEL UTILLERO


Siempre he dicho que, para llevar a cabo con éxito cualquier acción que te propongas, además de tener las condiciones y conocimientos adecuados, has de tener la vocación suficiente para ello. En otras palabras, saber lo que haces y cómo lo haces, y disfrutar con ello. 

El fútbol no es ninguna excepción, más bien todo lo contrario, y así, en mi caso, aunque tuve vocación de futbolista, me faltaron todas las cualidades técnicas para serlo. Jugué al fútbol, como casi todos los niños de mi generación, pero muy pronto supe que aquello no me llevaría demasiado lejos. No era bueno con mi pierna derecha, tampoco lo era con la izquierda, y con lo único que supe defenderme fue con mis manos, así que sin que nadie me lo insinuase, ya desde mis primeros partidos con los amigos me colocaba entre los dos jerseys que hacían de portería. Adquirí cierta técnica como portero, incluso llegaron a decirme que no lo hacía del todo mal, pero nunca me vi capacitado para intentar llegar a jugar de manera continuada. Una serie de tempranas lesiones en mis rodillas me hicieron retirarme del fútbol a la edad de diecinueve años, lo cual nunca sabré si fue una desgracia o un golpe de fortuna.

Porque a partir de ahí comencé a mirar el fútbol desde otras perspectivas. Lo intenté como entrenador en categorías inferiores, y he de reconocer que, hasta la edad de cadete, disfruté siempre que entrené a un equipo. Creo que, para el fútbol formativo, sí es posible que tuviese la destreza necesaria. No lo vi tan claro cuando me metí en un vestuario con jugadores que, en algunos casos, eran mayores que yo. En cuanto a los conocimientos, digamos mejor que un entrenador, sea de la categoría que sea, nunca debería dejar de aprender. Sabía cosas, y creo que los chicos que tuve durante esos años aprendieron algo conmigo, pero me quedé en la línea de salida, es verdad. Y me quedé porque vi pronto que me faltaba vocación para ser entrenador. Nunca me atrajeron las tácticas, la estrategia, ni tener que aguantar los corrillos de los vestuarios. Quizás porque soy una persona que me gusta estar a bien con todo el mundo, les caiga yo a ellos mejor o peor, nunca se me dio bien la gestión de grupos. Tampoco me estimulaba demasiado el hecho demostrado de que, cuando las cosas van mal en un equipo, la carga cae siempre sobre los hombros del entrenador, que además de la honra suele perder, casi de seguido, su puesto de trabajo. Pude haberme dedicado a ser entrenador de porteros, pero esa figura, no hace tantos años, era muy poco demandada por los equipos.


Y subí a la tercera planta. La de dirección y organización. Allí fui directivo de varios clubes de fútbol, haciendo varias tareas relacionadas, como coordinador o delegado de equipo. Casi por obligación, me convertí en presidente del club de fútbol de mi pueblo, Casalarreina, con un equipo en Regional Preferente. Fueron cuatro bonitos años en los que los resultados deportivos acompañaron, pudimos restaurar nuestro maltrecho campo de fútbol y dejamos una buena base consolidada para futuras temporadas. Incluso me metí en un buen fregado, con la idea de crear fútbol base bajo la tutela de mi club (pobre de mí), que no acabó bien porque nuestros vecinos de al lado así lo quisieron. Pero de eso hablaré otro día.

Fueron pasando los años. De vez en cuando me volvía a plantear iniciar el curso de entrenador, al menos para tener el nivel 1 y 2, pero mi recurrente falta de vocación siempre me hacía llegar tarde a las convocatorias. A través de la U.N.E.D. completé un curso de Dirección de Entidades Deportivas, que me ocupó durante casi dos años, y en el tercero llegué a obtener el título de Agente de jugadores RFEF (lo que antes llamaban Agente FIFA). Lo primero me sirvió en mi experiencia como directivo, y fue un dinero y un tiempo muy bien empleado. Lo de Agente fue una tontería más de las muchas que hacemos a lo largo de la vida. Ahí sí que vi casi al instante la falta de vocación, ya desde el mismo día del examen en Las Rozas, con Yola Berrocal en el pupitre de detrás del mío. Desconozco si llegó a copiarme las respuestas, pero me imagino que no, porque yo fui uno de los 29 candidatos (de 247 que fuimos ese día) que aprobaron el examen, y ella no superó la prueba. 


Tras un breve periodo de tiempo colaborando con un par de Agentes, dejé ese oscuro mundo para que les aproveche a quienes estén interesados en un negocio que no considero limpio. Y caí, después de un año sabático que necesitaba para volver a ilusionarme con el fútbol, en la Unión Deportiva Logroñés, donde fui como Delegado del equipo filial, en Tercera División. Gonzalo Santamaría, entrenador del equipo durante la primera mitad de la temporada, fue quien hizo posible mi llegada al club. Siempre se lo agradeceré.

Sabía lo que hacía, conocía todos los Reglamentos federativos casi de memoria, creo que tenía la destreza necesaria para tratar con rivales y árbitros y, lo más importante, disfrutaba con todo ello. Terminé la temporada doblando funciones, como Delegado del Tercera, y como Delegado de Campo en los partidos que el primer equipo, en 2ª División B, jugaba en Las Gaunas. Fue un buen año, empañado únicamente por la destitución de Gonzalo en el mes de Febrero, y por una recta final un tanto tenebrosa. Pero mereció la pena, por la cantidad de buenos amigos que hice en esos meses, y por la bonita experiencia vivida. 

Entrenamiento en Las Gaunas
Esta última temporada la inicié de nuevo como Delegado del filial, esta vez a las órdenes de David Ochoa. En apenas dos semanas el vínculo con los chavales y con todo el cuerpo técnico fue total, una maravilla de grupo. Todo iba rodado, volvía a disfrutar del fútbol, haciendo además lo que sé hacer, ayudar a que las cosas funcionen mejor. O intentarlo al menos. Me considero una herramienta más al servicio del equipo. Ellos, jugadores y entrenadores, son las piezas claves, pero necesitan de otros elementos que les faciliten su trabajo. Y ahí intento estar yo.

Por eso, cuando el Director Deportivo, José Ignacio, me propuso a finales de Octubre pasar a formar parte de la primera plantilla como utillero, no me lo pensé dos veces. Conviene aclarar que la palabra correcta es “utilero” (el encargado de los útiles de trabajo), pero así sólo nos conocen en Sudamérica. Aquí somos los utilleros, de toda la vida, aunque ahora nos digan “Encargados de Material”. 

Vestuario de Las Gaunas, 24 horas antes de un partido
Reconozco que soy un privilegiado por poder entrar cada mañana en el vestuario de mi equipo y preparar la ropa que van a utilizar los chicos durante el entrenamiento, poner a punto los balones y el resto de material, recordar que tengo que sacar agua para que se hidraten durante la sesión (a pesar de que algún día se me olvida por las prisas y me cuesta una carrera), ayudarles si lo necesitan con los tacos de sus botas, estar a las órdenes de los entrenadores para facilitarles todo el material que necesiten, ayudarles a poner conos, chinos, retirarlos, recoger balones, volver a poner lavadoras y lavadoras después de cada entrenamiento… 

En un vestuario hay mucha actividad
Ya qué voy a decir del día de partido. Son jornadas agotadoras, pero disfruto como un enano. Si los entrenamientos duran para mí cuatro horas más que para el resto del equipo (dos antes, y dos después), mis partidos empiezan muchas horas antes del pitido inicial, y terminan otras muchas después del final. Cuando jugamos en casa, me gusta dejar el vestuario preparado el día anterior, porque soy un tío al que no le van las improvisaciones. Si viajamos, intento dejar todo preparado de víspera, y un par de horas antes de salir en el autobús vuelvo a revisar todo. A cientos de kilómetros de distancia, no es conveniente dejarse nada olvidado en casa, aunque a veces (de momento a mí no, toco madera), también sucede. Y después de los partidos, otro tanto, porque juguemos en Las Gaunas o lo hagamos fuera, antes de irme a mi casa, aunque lleguemos a Logroño a la una de la madrugada, dejo toda la ropa que se ha utilizado en el partido lavando para que al día siguiente tenga tiempo de dejarla recogida. 

Albelda, en un día de nieve
Me siento, en definitiva, parte del grupo, y esa sensación hace que no eche de menos no haber sido futbolista o entrenador, porque, en realidad, me siento futbolista y entrenador todos los dias. Creo que tengo capacitación para llevar a cabo este trabajo. En realidad, creo que todo el que se lo propusiese sería capaz, porque el trabajo en sí no tiene nada de especial, lo haría un niño. Pero tratar cada día con veinticinco personas, que te demuestran un cariño y un respeto ilimitado en cada palabra que te dicen y en cada gesto que te dedican, te exige a dar lo mejor de ti, profesional y humanamente. En realidad, no estás dando nada que no te hayan dado antes ellos a tí.

Mi equipo entrena, yo ayudo a que entrene
Es la vocación del utillero, un trabajo que consiste en servir a los demás, en ayudar al futbolista a conseguir sus objetivos, poniendo a su servicio tu lado más altruista. Y eso, al final, te hace sentir bien contigo mismo, es una gozada. Somos una figura importante en un vestuario, no sólo por el servicio meramente técnico que prestamos a los jugadores y a los entrenadores, sino también por nuestro componente humano. A ti acuden los chicos cuando necesitan algo, eres su amigo, su confidente y su cómplice en muchas ocasiones. Te gastan bromas, se ríen de lo pato que puedes llegar a ser con un balón en los pies, y notas en ellos un tremendo respeto y un cariño desbordante, que compensan todos los esfuerzos y las horas de trabajo. No puedo negar que haber bajado de nuevo a los vestuarios me hace sentir feliz con lo que hago, y todo debo agradecérselo a ellos. Por ellos estoy ahí, y ellos son quienes me hacen sentir orgulloso de lo que hago. Y también, por supuesto, aunque esto no es necesario decirlo, mi familia, mi mujer y mis dos hijos, que son quienes soportan la parte mala de esta pasión mía. La parte que habla de las muchas horas fuera de casa, de las mañanas que salgo temprano cuando aún todos duermen, o de las noches que llego de un largo viaje, a las tantas de la madrugada, cuando ellos ya hace horas que están acostados. Como en la casa de cualquier utillero de un equipo de fútbol profesional.