La memoria de un
utillero de un equipo de fútbol es un baúl repleto de situaciones emotivas,
momentos entrañables, bromas y risas, y también anécdotas, cientos de
anécdotas, muchas veces simpáticas, y otras algo más comprometedoras, pero que
siempre serán recordadas con cariño, ya que todo en esta vida tiene una
importancia relativa, y en el fútbol mucho más.
Estar en contacto
diario y durante muchas horas con un grupo de veinticinco o treinta personas es
algo que, a la fuerza, termina por desencadenar situaciones simpáticas, ya sea
que vengan por voluntad propia de alguno de los miembros del equipo, o de forma
totalmente arbitraria. Es lo que sucedió el pasado 19 de Febrero, Domingo, día
en el que la Unión Deportiva Logroñés debía visitar en “El Helmántico” a la
Unión Deportiva Salamanca, en el que pasaba por ser uno de los partidos más
decisivos de la temporada, y que nos daba la opción tanto de confirmar un gran
momento deportivo y seguir nuestra escalada, como de volver a caer de nuevo al
barro y a luchar por no meternos en los estresantes puestos de descenso.
Aquel día yo estaba
muy ilusionado con la visita a Salamanca. Una ciudad histórica, que yo no
conocía, y sigo sin conocer, porque, maldita sea la gracia de quien inventó
sacar los campos de fútbol fuera de las ciudades. Esta temporada he visitado
varias ciudades que en las que nunca había estado, pero vaya, que tampoco puede
decirse que las haya conocido, porque en casi todas ellas los campos de fútbol
donde juega el equipo local están alejadas del núcleo urbano, en algunas
incluso fuera de él, como es el caso de Salamanca. No obstante, me hacía mucha
ilusión visitar el “Helmántico”, un estadio que ha visto muchos partidos de
Primera División, incluso de la selección española, y que puede catalogarse
como histórico.
La mañana no empezó
bien. La hora de salida desde Logroño estaba fijada a las 9.30 de la mañana y
yo, fiel a mi costumbre, salí de casa una hora y media antes. A las ocho en
punto arranqué el coche y salí de Haro, camino de Logroño.
Veinticinco minutos de trayecto hasta Las Gaunas, para después disponer de una
hora antes de subir al autobús, que siempre empleo en revisar y completar el
equipaje para el partido. La mañana era la típica de mediados de Febrero, fría
y con niebla. Aún no había amanecido. Ya sin salir de Haro, a escasos cien
metros de mi casa, la Guardia Civil estaba haciendo un control de alcoholemia.
Libraron los dos coches que circulaban delante de mí, pero yo, por razones que
desconozco, tuve que entrar “al redil”. Mi “colacao” con tostadas, ingerido
diez minutos antes, arrojó la nada sorprendente cifra de 0,0. Posiblemente
alguno de los conductores de los dos coches que circulaban delante de mí
hubiese elevado mi registro. Una vez me despedí de los agentes, quienes me
desearon un buen día (qué fácil lo dijeron), continué mi viaje sin más
problemas. Bueno, sólo hasta que me percaté de que el coche iba en reserva y
que, si no era al ir, sería al volver, tendría que parar a echar gasoil
obligatoriamente. Así que, dado que el viaje de vuelta lo haría no antes de las
12 de la noche, no me arriesgué a verme a esas horas tirado y sin
una gasolinera abierta, y paré en la estación de servicio de San Asensio.
Después de repostar, no tardó en llegar el siguiente sobresalto. Apenas había
recorrido un kilómetro, me percaté de que el mando que abre la puerta del
garaje de Las Gaunas no estaba en su lugar habitual dentro del coche. Hecho un
manojo de nervios, empecé a palparme todos los bolsillos de toda la ropa que
llevaba encima, y a mirar hasta donde la vista me alcanzaba, pero el mandito no
aparecía. Hasta que me di cuenta de que lo más probable es que lo hubiese
dejado en casa el día anterior. Así que la solución no era otra que salir de la
autopista en la salida más cercana, y regresar a casa en busca del mando. La
salida más cercana era Cenicero (mitad de trayecto entre Haro y Logroño), y
allí hice el cambio de sentido. En total, fue más de media hora perdida, entre
desandar lo andado y volverlo a andar, buscar el dichoso mando que no estaba en
casa sino en el coche nuevo de mi mujer… en fin. Con el mando de la puerta en
el bolsillo, y una sensación de agobio apremiante, entré en Las Gaunas a las
9.10 de la mañana, sólo veinte minutos antes de la salida del autobús hacia
Salamanca.
Revisé de pasada las bolsas de viaje, y preparé la que siempre va con la ropa interior de los jugadores, calzoncillos, camisetas térmicas, calcetines, gorros, bragas, guantes… En un tiempo récord todo estaba preparado, y dispuesto para sacarlo al autobús. Txema Telle, el entrenador de porteros, bajó al garaje y me ayudó a subir los bultos al maletero. Entretanto, yo me quedé cerrando luces y puertas, convencido de que todo estaba bajo control. ¿Todo? Sí, todo. O eso pensé… A las 9.25 caí en mi asiento exhausto, casi en shock, y sudando un chorro por cada poro de mi piel. Aún no me creía que después de todo lo que me había pasado en apenas hora y media, hubiese sido capaz de llegar a tiempo a la salida.
Revisé de pasada las bolsas de viaje, y preparé la que siempre va con la ropa interior de los jugadores, calzoncillos, camisetas térmicas, calcetines, gorros, bragas, guantes… En un tiempo récord todo estaba preparado, y dispuesto para sacarlo al autobús. Txema Telle, el entrenador de porteros, bajó al garaje y me ayudó a subir los bultos al maletero. Entretanto, yo me quedé cerrando luces y puertas, convencido de que todo estaba bajo control. ¿Todo? Sí, todo. O eso pensé… A las 9.25 caí en mi asiento exhausto, casi en shock, y sudando un chorro por cada poro de mi piel. Aún no me creía que después de todo lo que me había pasado en apenas hora y media, hubiese sido capaz de llegar a tiempo a la salida.
Por lo demás, el día
transcurrió de manera plácida. El viaje fue lo que son los viajes largos. Un
rato de lectura, un rato de música, otro de conversación, momentos de cabezadas
contra el cristal del autobús… en fin, lo normal en un viaje de casi cinco
horas. Sobre las 12.30 paramos a comer en Simancas, a las afueras de
Valladolid, y un par de horas después reanudamos el viaje a Salamanca, ya con
apenas una hora más de trayecto. La llegada al Helmántico estaba prevista a las
15.30, y a esa hora llegamos al estadio charro. Como siempre, los chicos me
ayudaron a descargar todo el equipaje, y a llevarlo al vestuario. Llevar ropa
para veinte personas, y más en invierno, supone mover cinco o seis bolsones en
los que cabe una persona llenos a reventar. Una vez dentro del vestuario,
empecé a organizarme y a repartir la ropa de cada uno. Cada vestuario tiene
unas dimensiones y una distribución, y en cada uno de ellos tienes que
reinventar la forma de organizar las bolsas y aprovechar el espacio disponible.
No es lo mismo Mendizorroza que Guijuelo, ni Las Gaunas que El Helmántico. En
esas estaba cuando alguien dio la primera voz de alarma, creo que fue Castilla,
el portero. “Pedrito, ¿donde está la bolsa de los calzoncillos?”. “Estará por
ahí, Casti, ahora te la busco”. Hice un primer repaso rápido pero no la vi.
Salí del vestuario, por si se había quedado en el vestíbulo de fuera, y al
volver a entrar alguien más me preguntó “Pedro, las térmicas, ¿están por ahí?”.
En ese momento ya empecé a ponerme nervioso de verdad. Pregunté a varios de
ellos, pero nadie había visto “una bolsa negra de Adidas”. Sin más, me fui
corriendo a la calle, a buscar a Marino, el chófer del autobús, con la vaga
esperanza de que la bolsa se hubiese quedado en el maletero. Pero no, allí
tampoco estaba. Así que ya, más enfadado conmigo mismo que nervioso, volví al
vestuario y lo registré centímetro a centímetro por última vez. “Chicos, me he dejado
la bolsa de la ropa interior en Las Gaunas, lo siento” fue lo único que acerté
a decir. Por supuesto que no esperaba una bronca de nadie, ni una mala palabra.
Pero la reacción de todos tampoco entraba dentro de mis planes, por mucho que
yo ya estuviese más que convencido de la calidad humana del grupo. Se oyeron
risas, bromas, alguno sugirió jugar “a pelo” y sobre todo hubo muchas palabras
de ánimo y comprensión, por parte de todos. “No pasa nada, Pedrín”, o “Pues
fíjate qué problema…”. Ellos estaban sin nada que ponerse por debajo de la ropa
de juego y yo era quien más jodido y enfadado conmigo mismo estaba.
Todo el mundo se
vistió sin más contratiempos. Unos utilizaron su ropa interior de viaje, y
otros aprovecharon la extraña costumbre de algunos, como Manu García y Txema
Telle, que cada vez que viajan lo hacen con varias prendas interiores en su
mochila. Manu me dijo al día siguiente que más de medio equipo llevó
calzoncillos suyos, y Txema también “donó para la causa” al menos dos o tres.
Hombres precavidos, sin duda, que aquel día sacaron de un apuro a muchos
compañeros, y sobre todo al utillero olvidadizo.
Uno de los calzoncillos de Txema fue el que utilizó Diego Cervero. Como dijo el propio Diego cuando se los puso y comprobó que aquello sujetaba bien, “no son los más bonitos que he llevado en mi vida, pero hacen bien su función”. Una vez empezado el partido, la tensión del juego hizo que poco a poco fuese olvidándome de mi descuido, y el disgusto con el que llevaba hora y media fuese disminuyendo. Dominábamos, y habíamos llegado con peligro ya en varias ocasiones. El gol parecía que podía caer en cualquier momento. Y fue a la media hora, cuando después de un rápido contraataque, Diego Cervero cabeceó a la red un centro de David De Paula. Todos saltamos para celebrarlo, y Diego, nada más marcar, en un gesto que dice todo de él como persona, se acordó instantáneamente de su utillero, a quien minutos antes había dejado en el vestuario desanimado por su error. Empezó a correr hacia el banquillo, señalándose la cabeza y llamándome a gritos. Los demás supieron al momento de qué iba aquello, y le siguieron por detrás, dejándole terminar la celebración. Y ahí es donde tiene lugar la foto protagonista de esta entrada. La foto no tiene sonido, pero recuerdo perfectamente que Diego, a escasos dos metros de mí gritó en ese momento “Mira Pedro, mira que calzoncillos!!”. La periodista de El Correo, Virginia Ducrós, me contó semanas después que el pie de foto que había aparecido en el periódico era suyo, pero que desconocía completamente la historia. El pie de foto decía algo así como “Diego Cervero protesta una falta al asistente”. Desde luego, cualquiera que vea la foto y no sepa lo ocurrido, puede interpretar lo mismo que interpretó Virginia. Pero la realidad fue un gesto humano increíble de Diego, que fue respaldado por todo el equipo en pleno, y que ilustra el posterior abrazo en el que nos fundimos todos.
Uno de los calzoncillos de Txema fue el que utilizó Diego Cervero. Como dijo el propio Diego cuando se los puso y comprobó que aquello sujetaba bien, “no son los más bonitos que he llevado en mi vida, pero hacen bien su función”. Una vez empezado el partido, la tensión del juego hizo que poco a poco fuese olvidándome de mi descuido, y el disgusto con el que llevaba hora y media fuese disminuyendo. Dominábamos, y habíamos llegado con peligro ya en varias ocasiones. El gol parecía que podía caer en cualquier momento. Y fue a la media hora, cuando después de un rápido contraataque, Diego Cervero cabeceó a la red un centro de David De Paula. Todos saltamos para celebrarlo, y Diego, nada más marcar, en un gesto que dice todo de él como persona, se acordó instantáneamente de su utillero, a quien minutos antes había dejado en el vestuario desanimado por su error. Empezó a correr hacia el banquillo, señalándose la cabeza y llamándome a gritos. Los demás supieron al momento de qué iba aquello, y le siguieron por detrás, dejándole terminar la celebración. Y ahí es donde tiene lugar la foto protagonista de esta entrada. La foto no tiene sonido, pero recuerdo perfectamente que Diego, a escasos dos metros de mí gritó en ese momento “Mira Pedro, mira que calzoncillos!!”. La periodista de El Correo, Virginia Ducrós, me contó semanas después que el pie de foto que había aparecido en el periódico era suyo, pero que desconocía completamente la historia. El pie de foto decía algo así como “Diego Cervero protesta una falta al asistente”. Desde luego, cualquiera que vea la foto y no sepa lo ocurrido, puede interpretar lo mismo que interpretó Virginia. Pero la realidad fue un gesto humano increíble de Diego, que fue respaldado por todo el equipo en pleno, y que ilustra el posterior abrazo en el que nos fundimos todos.
El partido acabó 0-2,
con un segundo gol de Manu García en la segunda parte, y el viaje de vuelta fue
mucho más relajado. Se bromeó sobre el asunto, y se propuso, en “petit comité”,
que en el siguiente desplazamiento, a Miranda de Ebro, volviese a “olvidarme” de
la bolsa de la ropa interior, ya que parece que había traído suerte. Al llegar
a Las Gaunas sólo me quedaba la duda de si realmente la famosa bolsa se había
quedado allí, o la habíamos perdido por el camino. Pero no, allí estaba, en el
mismo lugar en el que yo mismo la había dejado quince horas antes, preparada
para subir al autobús. Las bromas fueron continuas en los siguientes días, y en
las siguientes semanas, pero siempre con un punto de humor y de respeto fuera
de toda duda. Es verdad que controlar toda la ropa que necesitan veinte
personas para jugar un partido de fútbol a 400 kilómetros de casa es un trabajo
que requiere concentración, y aquella mañana la mía debió de quedarse en un
control de alcoholemia, en una gasolinera o en el doble trayecto de Haro a
Logroño que hice por olvidar el mando de la puerta. Un día para recordar, sin
duda, aunque estuviese lleno de olvidos.
Hoy, tres meses
después de aquel día, tengo guardada para siempre, y con todo mi cariño, la
foto del momento. Diego Cervero me la dedicó esta semana, y me la regaló como
recuerdo de un día emotivo, que empezó mal, siguió peor, pero terminó de la
mejor de las maneras posibles. Con un buen resultado, tres puntos, y la certeza
de que, ante la fuerza de un grupo humano como ha sido esta U.D. Logroñés
2011/2012, ningún contratiempo, sea grande o pequeño, puede mermar sus
capacidades.
Da gusto leerte y morirse de envidia con tus vivencias.
ResponderEliminarLa foto dedicada huele a despedida no?
Diego eres Dios! vuelve pronto a casa y devuelvenos a la gloria...
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