Si hay un momento en mi vida que marcó un antes y un después
en mi afición al fútbol, se produjo hoy hace justamente 25 años. Ese 5 de
Noviembre de 1986, yo era un chaval que jugaba al fútbol con los amigos, en mi
pueblo, Casalarreina, cada día después de salir del colegio. Cualquier sitio
era bueno para jugar a ser Maradona, Arconada, Zico, o Lineker, que era el
hombre del momento. De muy pequeño, jugábamos unos partidos organizadamente
desorganizados en el cruce de la calle Alta con la calle Baja (en los pueblos
las calles se llaman así), entre dos portones que distaban entre sí apenas
veinticinco metros. En esos veinticinco por apenas diez, éramos capaces de
jugar un doce contra doce, y mezclarnos chavales de ocho años con mocetes de
casi quince. A mi solían colocarme de portero, y mi miedo no era a los
balonazos de Jaime o de Javi Gil, que eran dos tíos como castillos. Le daban a
la pelota que la descosían. Mi miedo sin embargo no era hacia ellos, sino al
dueño del portón que defendía de sus trallazos. Un portón de madera, de tres
por tres, que hacía un ruido ensordecedor cada vez que yo era incapaz de evitar
el gol, y la pelota rebotaba sobre él con estrépito. El dueño de aquel portón,
Félix, aparecía cada día cuando menos lo esperabas, y en aquel momento el
partido terminaba súbitamente, sálvese quien pueda, cada uno corriendo hacia
donde la calle se le abría. Yo tenía la suerte de vivir a apenas cien metros, y
a no ser que Félix me atacase por la retaguardia, para cuando llegaba a su
portón yo estaba ya al amparo de mi abuela, que siempre me decía “Ya habéis
preparado alguna…”. En aquel “campo” había otro peligro. Se llamaba Rosa, y vivía
en la segunda planta de la casona que había entre los dos portones. A Rosa le
molestábamos mucho, o eso decía, y su habilidad para desterrarnos de allí
consistía en intentar aguarnos la fiesta, literalmente. Salía a la ventana con
una palangana llena de agua, y cuando alguno pasábamos por debajo, probaba a
hacer blanco. Menos mal que siempre había alguno (sobre todo el portero del
equipo que atacaba) que mirábamos el juego con un ojo, y con el otro
vigilábamos la inminente aparición de Rosa en su ventana, cargada con su arma líquida.
Tantos impedimentos hicieron que optásemos por cambiar de campo, y nos
trasladamos a campa de “Las Oes”, con césped natural (hierbajos en realidad)
que, sobre todo para quienes jugábamos en la posición de portero era un alivio,
pues al menos nuestras “palomitas” terminaban su acrobático vuelo en un terreno
más o menos mullido. Además, y como había sitio de sobra, pudimos delimitar el
campo de juego, que ya no era tan trapezoide como el del cruce de las calles
Alta y Baja. Haciendo pequeños surcos en el suelo de tierra, conseguimos crear
un espacio más o menos cuadrangular. Más o menos, digo. Qué desilusión nos
causó, apenas dos años después, que a aquella campa llegase antes que a ningún sitio
de nuestro pueblo el “boom” del ladrillo, y nos plantasen un chalet unifamiliar
justo en medio y mitad de lo que era una de las áreas de penalti por donde
corrían nuestros sueños. Eso ocurrió después, pero también había días que la
campa estaba húmeda por la lluvia o el hielo, y nos trasladábamos a la calle
Crucero, apenas a veinte metros de los portones de Félix y de los cubos de agua
de Rosa, pero a salvo de ambos, donde el padre de Toño Llerena tenía su
carpintería. Allí no había suelo mullido como en “Las Oes”, pero íbamos al
suelo con la misma alegría, para desdicha de nuestros pantalones, y de nuestras
sufridas madres que después tenían que remendarlos. Tanto en un caso como en
otro, las porterías eran a la antigua usanza, es decir, dos jerseys puestos en
el suelo, con una distancia entre ellos que siempre medíamos escrupulosamente
en pies, no fuese que una portería tuviese diez centímetros más que la otra,
con la ventaja que aquello suponía. Allí no había portones, bueno sí, los de la
carpintería, con unos ventanucos de cristal que digo yo, cómo habrán librado
durante todo aquel tiempo sin ser arrasados por los balonazos perdidos. La
clave creo que estaba en la pelota. Una pelota, propiedad de Toño Llerena, que
en realidad no era de fútbol, sino de vóley. Mucho más blanda que las de
fútbol, aquella pelota fue nuestra compañera de infancia, y aún hoy la recuerdo
con cariño. Supongo que Toño no la conservará, pero si así fuera, me gustaría
un día volver a tocarla, y darle un abrazo de viejo amigo.
Eran tiempos felices, sin otra preocupación que no fuese
mirar al cielo y rezar para que la lluvia no nos impidiese jugar el partido de
cada tarde. En “Las Oes”, en los portones, o en la carpintería de Llerena,
nuestro mundo era ese, y ahí fue donde me entró el gusto por lo que hoy es
parte de mi forma de vida, el fútbol.
Pero el 5 de Noviembre de 1986 todo iba a cobrar otra
dimensión. Yo siempre fui madridista, primero por mi mamá, que lo fue muchos
años antes que yo, y también porque en aquel tiempo el Real Madrid lo ganaba
casi todo. Sin embargo apenas seguía la actualidad del equipo, y apenas conocía
a sus jugadores, a no ser por los álbumes de cromos que tanta vidilla nos daban
a finales de cada verano. Claro que, la cobertura mediática del fútbol no era
hace veinticinco años ni una cuarta parte de lo que es hoy. Había telediarios
en los que no había ni una sola noticia de fútbol, y el único programa
especializado era “Estudio Estadio”, los domingos por la noche, que daba los resúmenes
de la jornada de Liga, y que yo veía de manera clandestina, una vez se habían
ido todos a la cama. Empezaba a las diez de la noche, y solía durar una hora. Mi
abuela me pilló desde el primer día, pero se hizo la sueca, y al final ya ni se
lo ocultaba. Aquella vieja “Telefunken”, en blanco y negro, con sólo tres
botones, (On/Off, UHF y VHF) y dos ruletas (la del dial para buscar canales y
la del volumen), y por supuesto sin mando a distancia, pero tan grande que
ocupaba medio comedor, y ocupó también la mitad de mi infancia, me inyectó en
vena, a través de mis ojos, la pasión por el fútbol, siempre que daban el “Estudio
Estadio”, o el partido semanal de Liga los sábados a las ocho de la tarde. No
había más fútbol en la tele.
Tan pobre era la cobertura mediática de la época, que aquel
partido del 5 de Noviembre de 1986, un Juventus – Real Madrid, de octavos de
final de la Copa de Europa, no fue televisado para España. Yo sabía que el
Madrid tenía que ganar, empatar, o al menos perder por un solo gol, si quería
seguir en la Copa de Europa. Había ganado 1-0 en el partido de ida, en el
Bernabéu. Pero Antonio Cabrini hizo el 1-0 para la Juve en el Comunale de Turín
ya en el minuto 8, y la eliminatoria estaba igualada. Aquella noche, pegado a
la radio, viví el fútbol dentro de mí. La emoción del resultado, la
incertidumbre de saberse eliminado en cualquier momento, la esperanza de que
Hugo, el Buitre, Valdano… alguno, hiciese un gol y diese a mi equipo el pase de
eliminatoria. Pero nada de eso ocurría, y yo seguía pegado a la narración de
Gaspar Rosety para Antena 3 Radio (qué voz la de ese hombre, cómo cantaba los
goles). A falta de unos minutos para el final, el corazón me dio un vuelco, y
estuve a punto de apagar la radio para evitar aquel calvario. Michel Platini
tuvo una ocasión tremenda para hacer el 2-0 que hubiese sido definitivo, pero
el héroe de la noche empezó a ganarse la gloria. Paco Buyo sacó un balón
increíble (o eso dijo a grito pelado Gaspar Rosety, que creo que acumulaba la
tensión de los millones de madridistas que le estábamos escuchando) y evitó la
eliminación por vez primera. Pasaron los minutos, las horas, y aquello parecía
que nunca iba a terminar… y lo que es peor, parecía que si terminaba, lo haría
mal. Y llegamos al acto final, que decidiría cual de los dos equipos se
mantendría en la lucha por la Copa de Europa, y cual se iría a casa hasta el
próximo año… si ganaba la Liga de su país, claro, porque entonces no valía ser
segundo o tercero en tu país para ser al año siguiente el mejor de Europa.
Entonces había que ser el mejor en tu país para después optar a serlo del
continente.
El Madrid se jugaba aquello, y la Juventus también. Y Rosety
empezó a narrar la tanda de penaltis. Hugo Sánchez lanzaría el primero. No
recuerdo haber visto a Hugo fallar un penalti, pero sí recuerdo haberlo escuchado,
de voz de Rosety, en el Comunale de Turín. Stefano Tacconi le paró el primer
lanzamiento. El Juventino Brío avanzó hacia la pelota (o eso imaginaba yo en la
voz del locutor)… y ¡Buyo detuvo la pelota! El siguiente lanzamiento sería para
Emilio Butragueño, que no falló, como tampoco falló Vignola, de la Juve, para
dejar de nuevo el marcador igualado. Buyo adivinó y llegó a tocar la pelota,
pero no pudo evitar que entrase en la portería. Valdano hizo el 1-2, y
Manfredonia se dispuso a igualar de nuevo, pero enfrente tenía un gigante de
apenas 179 centímetros, llegado desde Coruña para impactar en mí de forma tan
notable que desde aquel preciso momento pasó a ser la persona que más he
admirado, a la que en alguna ocasión quise parecerme, y a la que después
perdoné todos los errores que sin duda cometió, sólo por aquella noche mágica,
en la que me resultó invencible, superior a todo y a todos. Paco Buyo paró el
penalti del italiano, y estábamos más cerca de la victoria. Juanito tenía que
marcar para seguir con ventaja, y el genio de Fuengirola, todo arte él, le hizo
a Tacconi un gol “a lo Panenka”, pero de una forma un poco rara, según dijo
Rosety. El caso era que si Favero, el italiano encargado de lanzar el siguiente
penalti, no era capaz de batir a Buyo, el Madrid eliminaba a la Juventus. Y
Favero, que había visto a Buyo detener dos lanzamientos y adivinar un tercero,
incluso desviarlo ligeramente, y consciente de que aquel gigante de sólo 179
centímetros tapaba la portería casi por completo, quiso esquinar tanto la
pelota, tanto tantísimo, que la mandó fuera por mucho, muchísimo. Yo no lo vi en
directo, pero por la narración del locutor imaginé que la pelota debió de pasar
los Alpes, y llegar casi a la frontera con Francia. ¡Fueraaaaaaaaaaaaaaa,
Favero fueraaaaaaaaaaaaaaaa, el Madrid clasificado para cuartos de finaaaaaaal!
Eran los gritos radiofónicos de un emocionado Gaspar Rosety, que soltó la
tensión acumulada durante dos largas horas, y con él lo hicimos el resto de
madridistas que heroicamente aguantamos hasta el final aquel sufrimiento. Por
encima de todos los héroes, que lo fuimos aquella noche, uno sólo, Francisco
Buyo, el hombre que cambió mi manera de vivir el fútbol, y me demostró que no
hay que temer a nada, sólo a la falta de confianza en uno mismo.
Pude ver al día siguiente, en el telediario, las imágenes
del partido, de la tanda de penaltis, y de las lágrimas al final de José
Antonio Camacho, de Butragueño, de Míchel y de Chendo. Y el penalti de Favero,
que no había mandado el balón a Francia, como yo había imaginado, porque apenas sí lo sacó del terreno de juego. Tal
era su desconfianza, teniendo a Paco Buyo delante, que pude comprobar cómo le
temblaban ligeramente las piernas, y su cara de preocupación, tocándose
continuamente el bigote, parecía decir: “Como vaya a puerta, me lo para”. El
loco de Betanzos le había parado el penalti, antes incluso de su lanzamiento.
Mi gran ídolo Paco Buyo y el único ídolo que he tenido. Para mi el más grande y que no tuvo suerte por coincidir por un nefasto seleccionador como Javier Clemente. Estaba en el mejor momento de su carrera en aquellos años en los que todo el mundo del fútbol, incluyendo periodistas pedían a gritos que San Buyo fuera a la selección y reemplazara a un Zubizarreta(al cuál tenía bautizado la manta humana jeje), no le llegaba ni a la altura de betún al gran Paco Buyo. Tengo 40 años y todavía tengo la ilusión de poder conocer al que en los partidos entre amigos, yo era Paco Buyo, mi ídolo.
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